Desvelada. Esos lugares que visitamos de noche
Entre el sueño y la vigilia, los miedos de siempre nos ponen a prueba y nos conectan con nuestro instinto de supervivencia
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No tendríamos más de doce o trece años y el plan era reunirnos los viernes a la noche en alguna casa, colchones en el piso, pijamas, linternas y una película de terror. Esa vez fue la primera Halloween, la de John Carpenter. Por momentos el miedo era tal que bajábamos el volumen y poníamos de fondo un casete grabado. Tengo el recuerdo irremediablemente ligado a la secuencia de Jamie Lee Curtis detrás del sillón con un par de agujas de tejer apretadas en las manos (que usará para cualquier cosa menos tejer), con Rainy Days, un tema de moda (bastante malo) entre las adolescentes de los ochenta. Escucho los primeros acordes, aún hoy, y me corre un frío por la espalda, como un obediente perrito de Pavlov.
Para empeorar las cosas, después nos quedábamos a oscuras contando anécdotas de terror que siempre le habían sucedido a “la mejor amiga de mi prima” o “al amigo de un amigo que va a tal colegio” (ese dato extra aportaba credibilidad). Los cuentos incluían el juego de la copa aún sin una tabla Ouija propiamente dicha, y muertos manifestándose con mensajes precisos que se formaban uniendo las letras dispuestas sobre la mesa. Con cara seria prometí ese día nunca más jugar a eso y casi cuarenta años después mi promesa se mantiene. Me sigue aterrando la idea.
1816 fue el año sin verano. Europa estaba sumida en la oscuridad provocada por la erupción del volcán Tambora, en Indonesia, el año anterior. Las cenizas todavía tapaban el sol, las lluvias eran incesantes y durante los tres años que siguieron muchos artistas europeos produjeron sus obras más oscuras.
En una noche de ese año Mary Shelley concibió la idea de su Frankenstein, el moderno Prometeo, mientras pasaba unas pésimas vacaciones en la Villa Diodati, sobre el lago Ginebra, con su pareja, el poeta Percy Bysshe Shelley, su hermanastra Claire Clairmont y por supuesto el afamado poeta Lord Byron, toda una escandalosa celebridad de la época.
Encerrados en Villa Diodati la convivencia entre los huéspedes se volvió tan tormentosa como el clima, y el entretenimiento era contar cuentos de horror a la luz de las velas. John William Polidori, un médico que también estaba entre los huéspedes, compiló su relato “El vampiro”. Pero la inspiración no le llegaba fácil a Mary. Finalmente, de noche y desvelada, tuvo una visión. Según sus propias palabras: “Vi el espantoso fantasma de un hombre tendido, y luego, como impulsado por algún tipo de potente motor, le vi mostrar signos de vida y agitarse inquieto con movimientos como los de un ser vivo”. Mary Shelley ya tenía un cuento para contar.
En el verano del 92 viajé a Washington a visitar a unas amigas que estaban estudiando allí. Una noche salimos a comer y después fuimos a una de esas fiestas universitarias con mucha gente tomando mucha cerveza y la música sonando muy fuerte. Había algo tranquilizador en eso de no conocer a absolutamente nadie y librarse de la mirada ajena. Después de bailar como locas caminamos de regreso jugando a largar bocanadas de aliento que parecían humo en la noche helada. Iba distraída por Georgetown siguiendo al resto hasta que todos frenaron y desviaron la mirada hacia abajo. Estábamos en lo alto de una escalera empinadísima. Me habían llevado ahí a propósito. Fue una cuestión de segundos darme cuenta: eran las escaleras de El exorcista, las mismas por las que el padre Karras había rodado después de arrojarse por una ventana para deshacerse del demonio. De repente tuve mucho más frío del que ya de por sí hacía.
Para la filmación los 75 escalones habían sido cubiertos de goma espuma a fin de que el doble (que tuvo que repetir la escena dos veces) no se lastimara en la caída. Muchos años después volví al lugar, pero era un día de sol y con mi marido vimos la escalera desde abajo y sacamos una foto. A los dos nos gustaba la película. De hecho, hace poco volvimos a verla. “A ver si resiste”, dijimos. Resistía. El mismo miedo.
Dicen también que el miedo nos conecta directamente con un atávico instinto de supervivencia: será por eso que cada tanto necesitamos ponerlo a prueba.
Una pesadilla recurrente de mi infancia tenía a mis muñecas, en fila, sentadas en el piso, hasta que de repente cobraban vida en mitad de la noche. Estaba clarísimo que tenían un plan. Avanzaban lentamente pero a paso firme hacia mi cama, sus ojos plásticos mirándome fijo, y como suele suceder en los sueños, yo no podía moverme. Pestañeaba con la esperanza de que desaparecieran pero seguían ahí, cada vez más cerca. Me despertaba justo en el instante en el que llegaban a mi cama. Dicen que uno nunca muere en los sueños.
Con el tiempo he modificado los guiones de mis pesadillas y de mis miedos. Sigo paralizándome al momento de huir, pero siempre me despierto a tiempo. Dicen también que el miedo nos conecta directamente con un atávico instinto de supervivencia: será por eso que cada tanto necesitamos ponerlo a prueba.