Desvelada. EL lenguaje de las flores
La fascinación ante el mundo natural, imprescindible para el ejercicio de la ciencia, también es afín a la mirada poética
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Para aquellas alumnas que no esperábamos los hitos deportivos en nuestra educación, que incluían cosas como pasar de botines Sacachispas a los de hockey profesional o a los zapatos con clavos auténticos para las atletas, existían otros grandes momentos. Entre los que recuerdo estaban las salidas de nuestra aula de clase para visitar los laboratorios de química y biología. En uno se nos permitía maniobrar los mecheros de Bunsen hasta obtener una llama azul constante, siempre regulando el agujerito del tubo, o toquetear cristales que cambiaban de color con la temperatura y sustancias que se evaporaban por completo dejando un residuo parecido a la sal. Ácido + base es igual a sal + agua.
En el laboratorio de química escribimos en cuadernos de doble página que tienen una lisa y otra rayada. En la lisa hacemos un dibujo prolijo (no artístico), delineando la forma en que se ve el experimento. Usamos un lápiz H que señala los que tienen minas duras por hard en inglés y así quedan las ilustraciones con sus líneas rectas con flechas (trazadas con regla) señalando los diferentes elementos y procesos. Nos bajan el puntaje si usamos otro lápiz, el más amable B por ejemplo. En la parte rayada tampoco hay lugar para la creatividad: objetivo, materiales, método, observaciones, resultados y conclusiones. Así cada vez, hasta el hartazgo. Cuando el procedimiento es sencillo, en vez de explicarlo se nos deja escribir “como lo indica el diagrama”, y una siente que se ha ahorrado mil horas de tedio. Sin embargo, soy razonablemente buena en esto.
En el otro laboratorio, bastante más interesante, se pueden observar de reojo todos los fetos de animales apretujados en frascos de formol. Hay un cordero con sus rulos mojados que parece dormir, unos cerditos diminutos e inclusive un frasco desagradable que dice “mandíbulas de cucarachas”, o tal vez es mi imaginación que me juega una mala pasada, pero recuerdo simplemente ver unos trocitos color caoba que flotan en el formol. También está Pepito, el esqueleto humano completo que cuelga de un gancho. Pasada la impresión del primer encuentro, nunca falta alguien que le cuelgue una bufanda escocesa o le ponga una Bic entre las falanges a modo de cigarrillo para hacerlo fumar como flacuchento galán de telenovela.
Creo que era en quinto grado que llegábamos a la disección del sapo y la rata. Es un gran momento académico: hay desmayos, vómitos, huidas desesperadas y excusas. Un evento para la supervivencia del más apto. No me asusta el bisturí pero con mi miedo a las agujas no puedo mirar fijo a las patas del bicho sostenidas por alfileres al telgopor que está debajo.
En esa misma materia nos pidieron el armado de un herbario que recordé que había que entregar apenas unos días antes de la fecha límite. Con desesperación salí al jardín a recolectar los especímenes más relevantes o disponibles. Los apretujé desprolijamente entre unos libros con papel de diario y días después los pegué en cartones. Entregué un menjunje de plantas en proceso de putrefacción, hongos y Plasticola. Me devolvieron una cifra en rojo.
Antes de convertirse en poeta, Emily Dickinson se ocupaba de elegir, recolectar y acomodar las más frágiles flores de su Amherst natal con la sensibilidad de una artista y clasificarlas con el ojo de un botánico experimentado
Antes de convertirse en poeta, Emily Dickinson se ocupaba de elegir, recolectar y acomodar las más frágiles flores de su Amherst natal con la sensibilidad de una artista y clasificarlas con el ojo de un botánico experimentado. Se cree que Dickinson terminó su herbario con 424 especímenes acomodados en 66 hojas (y ahora disponible digitalmente gracias a la Universidad de Harvard) a los catorce años de edad. A la distancia, cada una de las páginas parece una pequeña obra de arte. Dickinson, talentosa identificadora de plantas y jardinera, siempre siguió con su pasión para luego dedicarse a la poesía. Sin embargo, los expertos contabilizan que un tercio de sus poemas y la mitad de sus cartas incluyen la mención de flores. Su herbario y su poesía hablan el “idioma de las flores”, un género del siglo XIX que Dickinson hizo propio.
“En una era en la que el establishment científico cerraba sus puertas a las mujeres”, escribe María Popova de la publicación Brain Pickings, “la botánica permitía a las mujeres victorianas ingresar a la ciencia por la puerta trasera del arte”. Como admiradora de la poesía de Dickinson años después en mi educación, nunca había conocido de su herbario, al que llegué de casualidad hace poco tiempo. De haberlo descubierto antes, le hubiese prestado más atención al mío, estando más agradecida por el enorme privilegio de mi breve coqueteo con la ciencia. Yo, que también soy de esas a las que le gusta caminar entre las flores.