Desvelada. El largo viaje de un árbol de naranjas
El perfume de azahar que impregna las calles de Acassuso es una invitación a recordar la infancia y soñar con tierras lejanas
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Estas calles de Acassuso son como un pequeño laberinto sin minotauro. Como mucho te devuelven una y otra vez a una plaza arbolada con un ombú en el centro. Nos gusta perdernos acá los fines de semana. Camino y cada dos o tres metros me detengo en nubes invisibles de azahar. Los tímidos calores de septiembre hicieron brotar las flores y el perfume viene por oleadas. Es dulce y fresco y verde y cítrico, todo a la vez. Señalo con el dedo la flor blancuzca que crece pegada a las naranjas y digo una sola palabra: neroli.
Proveniente de la flor del naranjo amargo o Citrus aurantium, el aceite esencial de neroli se extrae de las flores de azahar y es uno de los más usados en perfumería. Como todo cultivo, sus características particulares dependerán del sol, la lluvia y la tierra de la región en la que hunden sus raíces. Así, una flor de Marruecos no tendrá el mismo perfume que una de Sevilla, ni será idéntica a la que creció del otro lado del Himalaya o en Túnez, de donde se dice proviene uno de los aceites en su mejor versión. En cuanto al nombre “neroli”, se lo debemos a una princesa del siglo XVII: Anne-Marie de La Trémoille, esposa del príncipe Flavio Orsini, princesa de Nerola, un pueblo en la región de Lazio, Italia. Obsesionada con la perfección de la fragancia, la princesa (popular en las cortes europeas y reconocida además por sus manejos políticos) perfumaba el interior de sus guantes con el aceite y tiraba algunas gotas en el agua de su baño. La princesa terminó imponiendo la moda y heredándole el “neroli” al preciado perfume de flores de azahar.
Para buscar los orígenes del aceite uno termina adentrándose, en definitiva, en la dinastía de los árboles cítricos, rastreando hacia atrás generaciones, viendo las huellas que dejaron las semillas en un largo viaje desde regiones de China y Asia, espiando en los palacios de paredes perfumadas de lo que se llamaba la Persia Antigua
Para buscar los orígenes del aceite uno termina adentrándose, en definitiva, en la dinastía de los árboles cítricos, rastreando hacia atrás generaciones, viendo las huellas que dejaron las semillas en un largo viaje desde regiones de China y Asia, espiando en los palacios de paredes perfumadas de lo que se llamaba la Persia Antigua, entrando con los musulmanes a Sevilla y viéndola poblarse de lo que hoy llamamos “naranjas sevillanas”. Fueron los españoles los que trajeron esos árboles a América y cientos de años después un intendente, Ernesto de las Carreras, el que allá por fines de los años veinte hizo plantar los primeros árboles de naranjas amargas en San Isidro, los mismos que me llevan a un viaje sin escalas a mi infancia.
Levantamos las naranjas caídas sobre la vereda y la calle, y las colocamos prolijamente en cajones de madera, como una verdulería en miniatura que ofrece un único producto a la venta. Algunas estallan bajo las ruedas de un auto que pasa despacio y los aceites de la cáscara vuelan amargos en el aire. Con mis amigas Maite y Malaque cometemos la travesura de agarrar un cuchillo y cortar una al medio, y si bien no la comemos, pasamos la lengua por lo que debería ser en nuestra opinión un fruto dulce. ¡Sorpresa! Es el sabor más agrio del universo, aún peor que cualquier jarabe para la tos o ese aerosol que nos ponen nuestras madres en la garganta y termina siendo más terrible que el dolor.
El improvisado puesto de verdulería que montamos en la puerta de la casa de las chicas, en Acassuso, sobre una calle de por sí poco transitada (por eso nos permiten jugar afuera a tan corta edad), es un fracaso total. Las naranjas no pueden usarse en jugo, mucho menos comerse. Decidimos que hay que aclarar que son “naranjas para mermelada” y eso ponemos en el cartel escrito a mano. Aún así, los transeúntes que pasan caminando o que van en auto (no más de tres por hora) nos sonríen con un poco de pena y no se llevan ni una.
Stella, la madre de las chicas, con su rodete tirante, sus manos suaves y una paciencia infinita nos lleva, frustradas, a la cocina. Ahí nos muestra cómo hace unos chupetines de caramelo derretido que va volcando en firuletes sobre un palito. Soplamos las tres hasta que el caramelo, con ese perfume a azúcar quemada, se despega del mármol frío. La golosina casera es un gran consuelo para nuestro amargo fracaso como vendedoras de naranjas.
Para buscar en los orígenes de cualquier cultivo la primera pregunta a responder es dónde se encuentran sus progenitores en estado salvaje, y desde ahí tirar del hilo hasta las primeras evidencias de su aparición. Un grupo de investigadores busca en restos arqueológicos de cáscaras carbonizadas. Otros hicieron un minucioso registro de sus primeras apariciones en la lengua y encontraron caracteres chinos que datan del 200 antes de Cristo representando una naranja y la palabra náranj en antiguos textos budistas. Yo me conformo con caminar estas calles, detenerme a respirar su perfume y recordar.