Desvelada. El invierno en el que tejíamos penas
El arte de entrelazar lana, un refugio para sobrellevar los desencuentros amorosos, desde los tiempos de la Odisea
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Ese invierno en que sufríamos de amor y las noches eran largas y sin compañía se nos había dado por los rompecabezas. Habíamos comprado en la librería más cercana un enorme Ravensburger de mil piezas con (muy apropiadamente) una lámina de El beso de Gustav Klimt. Los amantes, abrazados, sus cuerpos entrelazados luciendo esos vestidos de la época y rodeados de un fondo imposible de dorado a la hoja prometía buen entretenimiento para el resto del invierno.
Rápidamente establecimos una metodología: se empieza por los bordes y se arman montoncitos con las piezas agrupadas por color o motivo. Recién ahí se construye hacia el centro, la bata de él con sus formas geométricas en negro y blanco por acá, el vestido floreado de ella con los círculos concéntricos, las manos y las piernas, los rostros y por allá ese interminable piso de flores de colores en la base, que no hay que confundir con los colores de la corona de flores que lleva ella en su pelo o en el vestido.
Días enteros nos juntábamos a repasar con lujo de detalles todos los pequeños hechos que habían llevado al fracaso total de nuestras historias de amor; una y otra vez en una coreografía que se repetía hasta el hartazgo y no arrojaba ninguna conclusión interesante. Hacia la tarde nos alejábamos de la mesa para comprobar los avances. Éramos muy jóvenes pero si no moríamos de amor, moriríamos ciegas colocando las mínimas piecitas con la luz que quedaba de un sol que cada vez desaparecía más temprano. Tan concentradas estábamos que nos olvidamos de prender la lámpara de pie. ¡Oh, pero quién nos quitaría el placer de haber hecho encajar esas piezas y reconstruir la historia!
Aburridas de ese frío interminable de Buenos Aires en vacaciones decidimos un cambio de rumbo: Flo se dedicaría al bordado (lo hacía con cierto talento) y yo había decidido tejer (sin talento alguno). Para alguien sin paciencia (mi caso), lo mejor eran agujas grandes de madera y una madeja de una lana gruesa que garantizaba avanzar a relativa velocidad y al menos ver hileras acumulándose con cierta sensación de progreso. Mientras hablábamos, el tejido iba formando olas sobre mi falda y efectivamente avanzaba más rápido que mi recuperación amorosa. Entre vuelta y vuelta tenía que parar a secarme alguna lágrima y perdía un punto, lo que me obligaba a desandar el camino. Lo que tejía tenía que deshacerse.
En la Odisea, Odiseo, rey de Ítaca, se va a luchar en la guerra de Troya. Penélope, su mujer, lo espera veinte años y a fin de esquivar a los pretendientes que se le insinúan durante ese tiempo, promete que solo aceptará un esposo cuando termine de tejer un sudario para su suegro. A fin de nunca llegar a terminarlo, deshace cada noche lo que teje durante el día.
El bordado de Flo avanza y ya se adivina el motivo. Mi tejido crece. Vistas a los lejos, con el tejido y el bordado y la luz de las velas, pareceríamos para los vecinos del otro lado de la calle Ugarteche una suerte hermanas de Brontë modernas, solo que con paquete de cigarrillos y botella de vino. Sin pretendientes cerca, concluimos que había que terminar con esas pavadas del romance, los hombres y el amor. Porque nada duele tanto como el amor.
En ese tejer, generalmente realizado por grupos de mujeres abocadas a una tarea repetitiva y continua, era habitual el intercambio de historias. Así el tejer estaba íntimamente ligado con los relatos que explicaban la vida desde tiempos inmemoriales
“Las hombres aran, las mujeres tejen”, dice el proverbio chino que cita Kassia St Clair en su libro El hilo dorado: cómo los tejidos han cambiado la historia de la humanidad. En ese tejer, generalmente realizado por grupos de mujeres abocadas a una tarea repetitiva y continua, era habitual el intercambio de historias. Así el tejer estaba íntimamente ligado con los relatos que explicaban la vida desde tiempos inmemoriales, y esas mismas narraciones contenían, además, mujeres tejiendo. No hay más que recorrer los relatos mitológicos y los cuentos de hadas para encontrar tejedores, hilanderos y tejidos. Penélope en Ítaca, Rapunzel en su torre, la Bella Durmiente y su dedo y las tres Moiras que visitaban a un recién nacido, la primera hilando el hilo de su vida, la segunda midiéndolo y la tercera cortándolo y determinando así el momento exacto de la muerte.
Entre llanto y llanto se me ocurrió extender lo que era esa “mantita” pensada para los pies de la cama (solo podía tejer piezas derechas: sin reducir ni agregar puntos). En un ataque de risa vimos como la mantita se extendía a lo largo de casi dos metros y parecía más una capa para vestir la enorme estatua de algún santo que para tirar en mi cama de soltera.
Perder el hilo, hilvanar ideas, tramar, llegar al nudo de la cuestión y esperar un desenlace. Cuando contamos historias estamos invadidos de metáforas textiles. Sin ir más lejos, texto y textil tienen el mismo origen, nos recuerda St Clair. Ese tejido inmenso (y aparentemente inútil) por algún motivo fue acompañándome en las sucesivas mudanzas y cuelga del respaldo de un sillón y hoy me sigue contando historias de lágrimas que se convirtieron en carcajadas.