Desvelada. El imán de las cosas prohibidas
Empieza en la infancia y sigue en la adultez: nada puede impedir que sigamos el camino que marca nuestro deseo
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En el living hay una biblioteca alta de madera donde no están los libros “de leer” que acumula compulsivamente mi madre, sino los grandes, de arte, que también colecciona. A diferencia de otros niños y otras familias donde los livings son reino de los adultos, a mí se me permite andar libremente por todos los espacios de la casa y tocar más o menos lo que se me ocurre. Entre los estantes hay un libro de arte hiperrealista que me gusta bajar de su lugar para sentarme en el sillón a mirarlo. Las obras parecen verdaderas imágenes fotográficas: una motocicleta en primer plano, con el brillo de sus metales y el lustre de la pintura roja que la cubre me tiene de lo más intrigada. Mis ojos infantiles no pueden entender que todo eso haya sido hecho a pinceladas. Entre las páginas encuentro una imagen de una pareja acostada, completamente desnudos ellos. Desde ese momento, cada vez que agarro el libro de hiperrealismo es para buscar esa imagen, mucho mejor que cualquier cuerpo desnudo que podía verse en los libros de Botticelli o Rafael que también andan por ahí.
Esos dos parecían verdaderas personas. Desnudas. Mi madre debe haberse sentido satisfecha con mi temprano interés por el arte hasta que alguna vez, creo, descubrió mi secreto. No recuerdo que haya dicho nada, pero desde ese día el pesado libro del hiperrealismo subió varios estantes en la biblioteca y por mi corta altura ya no pude alcanzarlo sin la asistencia de alguna silla, cosa que hubiese llamado demasiado la atención. Con el tiempo, me olvidé de su existencia.
Se supone que Gustave Courbet pintó El origen del mundo para un diplomático turco de nombre Khalil Bey, un personaje extravagante bastante conocido en la París de mediados del 1800, que contaba con una colección de arte dedicado a la celebración del cuerpo femenino, por no decir erótico. Se dice que guardaba la pintura detrás de una cortina verde en su baño.
En la obra, el espectador ve a una mujer tumbada sobre una cama, desnuda, su pecho derecho descubierto y el izquierdo tapado apenas por la sombra de una sábana. Sus piernas, sin embargo, están completamente abiertas exhibiéndose frente a nosotros en un ángulo poco común para la época. O tal vez somos nosotros los que la estamos espiando. ¿La cabeza? No llega a verse en el cuadro.
Escondidas o no, Khalil Bey no pudo guardar las obras por mucho tiempo, ya que terminó en bancarrota por deudas de juego y tuvo que venderlas. Poco se sabe del camino que recorrió la pintura hasta 1955, año en que fue subastada por un millón y medio de francos (unos cuatro mil doscientos dólares del momento) y cayó en nuevas manos: convenientemente, las del psicoanalista Jacques Lacan que, junto a su mujer Sylvia Maklès, tomó la decisión de colgar el cuadro en su casa en la campiña.
Yo decidí que antes de irnos me acercaría a ver El origen del mundo. No importa cuán escandalosa la obra o voyeuristas los que la miraban en su tiempo, yo ya era una niña grande y nadie podría taparme los ojos frente a la fascinación de un cuerpo desnudo.
En 2013 alguien creyó haber encontrado la cabeza que correspondía al escandaloso cuerpo. Paris Match publicó la historia de un hombre que había comprado a un anticuario por unos pocos euros un retrato sin firma de la cabeza de una mujer. Expertos y aficionados se empeñaron en hacer encajar las piezas como un rompecabezas y atribuirle su autoría a Courbet. Hubiese sido una gran historia y esos pocos miles de euros se hubieran transformado en cuarenta millones. Para ese entonces, los nuevos dueños de la obra desestimaron la idea y se negaron a hacer declaraciones. Al momento de la muerte de Lacan, en 1981, el Estado francés inició el proceso de quedarse con la obra a cambio del impuesto a la herencia que le correspondía a los herederos del psicoanalista, y desde 1995 El origen del mundo cuelga en una de las paredes del Museo de Orsay en París.
Para un día de hace unos pocos años habíamos decidido una doble visita: por la mañana a la Orangerie a ver los nenúfares en esas salas blancas ovaladas de luz perfecta, y por la tarde caminaríamos los escasos diez minutos que lo separan del Museo de Orsay cruzando por el puente de la Concordia, que nos atrasaría unos minutos pero nos haría ganar en vistas.
Aunque parezca más pequeño en comparación al Louvre, la cantidad de obras en Orsay es tan impresionante que decidimos que cada uno eligiera una sala o sector descartando el resto y así quedar lo más contentos posible con la visita. Todo no se puede. No recuerdo qué eligió mi marido ni tampoco mi madre, que viajaba con nosotros. Yo decidí que antes de irnos me acercaría a ver El origen del mundo. No importa cuán escandalosa la obra o voyeuristas los que la miraban en su tiempo, yo ya era una niña grande y nadie podría taparme los ojos frente a la fascinación de un cuerpo desnudo.