Desvelada. El discreto aroma de las bibliotecas
El olor de un libro, específico como el de la lluvia recién caída, es el de los recuerdos que despierta en cada uno de sus lectores
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En El ruido y la furia de William Faulkner un señor Compson bastante snob afirmaba que antes a un caballero se lo conocía por sus libros y ahora “se lo conoce por aquellos que no ha devuelto”. En una primera lectura que hice muy joven, supuse que se refería a esa mala costumbre de no devolver los libros prestados. Pero no, Faulkner y el señor Compson hablaban de algo más: los caballeros de antes compraban sus propios libros, los de hoy los toman prestados de las bibliotecas. Vaya a saber qué pecado era ese en Yoknapatawpha, el Macondo creado por Faulkner.
Mi madre es muy buena dedicando los libros que me regala. Elige la primera página en blanco y escribe una dedicatoria bien pensada, la firma y coloca mes y año (cosa que es una gran idea a la hora de reabrirlo y poder ubicar tiempo y época en que uno leyó el libro o para calcular los años que lo tiene ahí esperando ser leído). A la vez esa dedicatoria actúa como un ex libris que identifica esos libros que me dio mamá.
Cuando terminó el colegio, su padre le regaló una edición de las obras completas de Shakespeare, probablemente sin saber demasiado el valor de lo que le estaba entregando pero con la sospecha de que esa joven que había pasado de hija de inmigrantes polacos a una casi perfecta inglesita bonaerense seguramente iba a disfrutar y apreciar. No hay una dedicatoria de mi abuelo ahí, solo una firma. Durante mis años de colegio usé ese libro, era mejor que cualquier edición escolar, con sus páginas en papel biblia y ese olor tan particular. Unos años después de terminar el colegio mi madre me regaló un ejemplar de las obras completas de Shakespeare como para seguir con la tradición. “Esperando que este te acompañe en la misma forma que lo hizo el Willie anterior. Me alivia saber que tu ganancia es también la mía. Con todo mi amor, Ma.” Todo en inglés con un julio 1998 y un irreverente Willie para referirse a Shakespeare.
Si me vendasen los ojos y caminase frente a la biblioteca podría detenerme exactamente en esa edición con el olfato como única herramienta y decir: “Esta es mi edición de Penguin de Franny & Zooey”
Esta edición efectivamente me acompañó todos estos años y ocupa un lugar en mi casa junto con algún ejemplar que le robé de su biblioteca, un delito permitido en mi familia. Mi edición favorita de Franny & Zooey es robada a mi madre. Es vieja, 1962 con su clásica tapa naranja y negra y hojas ya amarronadas. Podría reconocerla con solo acercar la nariz al estante. Si me vendasen los ojos y caminase frente a la biblioteca podría detenerme exactamente en esa edición con el olfato como única herramienta y decir: “Esta es mi edición de Penguin de Franny & Zooey”. Mi pequeña pero poderosa nariz.
Allá por 1964 un grupo de científicos australianos acunaron el nombre “petricor” para describir ese olor terroso, único asociado a la lluvia, a esos primeros instantes del agua golpeando contra un pavimento o una tierra seca, y publicaron la explicación en la revista Nature. Petri por piedra y en la mitología griega el ichor que describía la sangre etérea que corría por las venas de los dioses. Ese olor tan particular está causado por el agua de lluvia mezclada con un aceite que largan ciertas plantas durante tiempos de sequía, ozono, y algo llamado geosmina (una sustancia química producida por bacterias). Es raro pensar que ese olor a lluvia recién caída que tanto disfrutamos no es más que una masa de gases y bacterias revolcadas con agua de lluvia, que asciende hasta nuestras narices y nos hace pensar que hay algo bueno y natural sucediendo. Bueno, aceites vegetales, gases y bacterias… naturaleza, supongo.
El libro como objeto pasa a reaccionar con su entorno y a sufrir toda serie de transformaciones como nos sucede a nosotros (con suerte) con la lectura. Todo es materia en permanente transformación y descomposición.
Un libro es pura materia orgánica. Con el paso del tiempo, el papel, las tintas, colas y fibras usadas para su encuadernación reaccionan a su manera a la luz, el calor y la humedad. El libro como objeto pasa a reaccionar con su entorno y a sufrir toda serie de transformaciones como nos sucede a nosotros (con suerte) con la lectura. Todo es materia en permanente transformación y descomposición. Con bastante sentido, otros científicos que se ocuparon de medir y documentar cuidadosamente ese proceso, optaron por el término “biblicor”. En su estudio de 2009 encontraron una combinación de más de cien compuestos orgánicos volátiles que larga el papel. Una nota común en el olor de los libros antiguos es la vainilla. La lignina que está presente en cualquier papel proveniente de la madera está íntimamente ligada a la vainillina y de ahí que mientras se descompone, aporte ese leve aroma a vainilla.
El olor del libro, cuando lo reconocemos, es el olor que tienen todos esos recuerdos que nos ligan a él, sus personajes, alguna línea en particular, el diseño de su tapa o la dedicatoria en esa primera página en blanco. En todo caso, es el olor de un millón de recuerdos resucitando y en permanente transformación.
Una vez leí que el olor de los libros viejos es el olor de la muerte. Error. El olor del libro, cuando lo reconocemos, es el olor que tienen todos esos recuerdos que nos ligan a él, sus personajes, alguna línea en particular, el diseño de su tapa o la dedicatoria en esa primera página en blanco. En todo caso, es el olor de un millón de recuerdos resucitando y en permanente transformación.