Desvelada. Dos osos en Nueva York
Un peluche para ir a dormir y un relato de Winnie the Pooh: la infancia es sinónimo de pequeñas cosas y grandes horizontes
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El año que lo recibí como regalo estábamos en Nueva York y me lo hizo llegar un socio colombiano de mi padre. Octavio se llamaba el hombre y vivía en un piso alto de Manhattan. Mi oso Paddington llegó en una bolsa de papel marrón. Del tapado con el que venía vestido colgaba una etiqueta con la leyenda que evidenciaba su autenticidad, además de una instrucción que yo cumpliría al pie de la letra en los años que estuvo conmigo: “Desde el más oscuro Perú, hasta Londres, Inglaterra. Por favor cuidar a este oso”.
Era incómodo dormir con el oso Paddington en la cama, no solamente por su tamaño (duplicaba el de cualquiera de mis muñecas), sino porque además venía munido de su montgomery azul con botones en imitación hueso, su sombrero de lluvia y unas auténticas botas Wellington amarillas, que de haber sido apenas unos talles más, yo misma podría haber lucido. Sin embargo, había algo magnético en el ritual de meterlo entre las sábanas, taparlo antes de hacerlo yo y poder abrazarme, si quería, a su panza peluda o tocar su nariz negra brillosa.
Mucho antes de tener juguetes, la leyenda familiar cuenta que tuve amigos imaginarios, algo bastante común en los hijos únicos. El mío en particular se llamaba Pitolo (no incurriremos en interpretaciones lacanianas sobre la elección de nombre) y parece haberme acompañado durante un buen tiempo. Pitolo hizo tal cosa, Pitolo dijo tal otra. No tengo recuerdo de él pero sí una imagen de mí misma dibujando un garabato con el dedo en una ventana empañada y por alguna extraña razón concluyo que lo dibujaba a él.
La Biblioteca pública de Nueva York decidió en estos días desempolvar algunos de los tesoros que fue guardando en sus más de 125 años de historia para exhibirlos en una muestra que muy concretamente bautizó Tesoros.
La Biblioteca pública de Nueva York decidió en estos días desempolvar algunos de los tesoros que fue guardando en sus más de 125 años de historia para exhibirlos en una muestra que muy concretamente bautizó Tesoros.
Los objetos allí expuestos cuentan las historias de personas y lugares a lo largo de los más de 4000 años que median entre la aparición de la palabra escrita y el presente. Son piezas atravesadas por la victoria y la tragedia y van desde lo grandilocuente a lo más pequeño y aparentemente mundano. En vitrinas está exhibido desde el recibo de venta por la liberación de un esclavo a una primera edición de las obras de Shakespeare, una Biblia Gutenberg, el bastón de Virginia Woolf, el paraguas de la autora de Mary Poppins o la colección de juguetes de Christopher Robin, el hijo de A. A. Milne, creador de Winnie the Pooh.
Los objetos son centenarios, en algunos casos milenarios, y la luz es tenue para no dañarlos. Sin embargo, a estos los reconozco a la distancia. En su cajita de vidrio cinco peluches bastante a mal traer (han perdido básicamente eso que los define como peluches; esa pátina peludita que los cubría está ya gastada, y el uso y paso mismo del tiempo los ha dejado de un color uniforme).
En 1921, para su primer cumpleaños, Christopher Robin Milne recibió un oso de peluche comprado en Harrods de Londres, al que nombró Winnie the Pooh. Al tiempo, se fueron sumando sus otros compañeros: Eeyore el burro, Piglet el chancho (su tamaño diminuto es mi primer sorpresa), Kanga la cangura, Tigger el tigre y Roo el cangurito que en algún momento se cayó de la bolsa de su madre y fue perdido entre árboles de manzanas. Para 1926 los compañeros de aventuras de su hijo inspiraron a A. A. Milne para escribir esos clásicos que tenían al oso fanático de la miel como protagonista.
Bajo el título “Infancia”, el catálogo explica el por qué de estos objetos en el contexto del surgimiento de la literatura infantil como género como “reflejo del cambio de la concepción de la niñez durante el Iluminismo (…) en la que comenzó a aceptarse cada vez más que los primeros años de formación de un individuo representaban un período diferente a la adultez, con sus propios desafíos, alegrías y aspiraciones”. Y miserias, ¿por qué no?
Christopher Robin también fue protagonista de las historias de su padre y lejos de sentir eso que solíamos sentir cuando la mirada atenta de nuestros padres se posaba sobre nosotros, lo padeció terriblemente. “Me parecía que mi padre había llegado adonde estaba por treparse a mis hombros infantiles, había robado mi buen nombre y me había dejado con la fama vacía de ser su hijo”, escribió años después. En la adultez, Christopher tuvo poco vínculo con sus padres y donó sus juguetes a la Biblioteca de Nueva York.
Detrás, de los muñecos hay un panel iluminado con la clásica ilustración de Winnie the Pooh caminando de espaldas junto a Piglet, y aunque está en blanco y negro sé que es un atardecer. También creo recordar esa conversación que están teniendo mientras se hacen chiquititos en el horizonte.
–¿Qué día es, Piglet? –preguntó Pooh.
–Es hoy –exclamó Piglet.
–Mi día favorito –dijo Pooh.