Desvelada. De repente, esta lluvia
A veces se evapora antes de tocar tierra, otras reconforta a los desiertos, y nunca defrauda a quienes aman el agua caída del cielo
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Hay un pueblo en Colombia que tiene una de las mayores caídas de lluvia anual en el planeta e increíblemente se llama Lloró. El nombre del lugar era originalmente Gioró, en honor a uno de los caciques indígenas que poblaban el lugar en tiempos precolombinos, pero se reversionó en el dramático Lloró cuando los conquistadores españoles lo pronunciaron. Como fuese, no creo que ese nombre sea una casualidad.
Botsuana, con su desierto del Kalahari y su Delta de Okavango que se convierte en un paraíso para los animales durante la estación húmeda, está totalmente atrapada por la tierra de Namibia, Angola, Zambia, Zimbabue y Sudáfrica. Botsuana tiene a la “Pula” como su moneda y pula es la misma palabra que usan para decir lluvia. Tampoco es casualidad.
Hay un término en meteorología que no aparece definido en ese sentido en el diccionario de la Real Academia Española pero describe a una cortina de agua que empieza a caer desde la base de una nube y que, sin embargo, no llega a tocar la tierra. Se evapora antes. El término es virga. Mi cabeza romántica incurable piensa que debe remitir a virgen, a una lluvia tan pura que nunca llega a rozarse con nada. Me parecía que eso tenía sentido, uno lindo y sensual al menos. Pues no: las virgas son más bien varas, bastones, retoños. Las virgas son lluvias que no fueron, y “las virgas coloreadas y policromas que solemos tomar como signos de lluvias no son otra cosa que arcos (arcoíris) imperfectos”, como escribió Séneca en su Naturales quaestiones.
Caen las primeras gotas y mi abuela María se apura a subir a la terraza. Ya empiezan a formarse esos globitos imposibles de atrapar en la superficie de las baldosas. Aparecen y desaparecen como por arte de magia. Mi abuela acomoda las macetas para que sus plantas beban cómodas y posiciona algunos baldes para recolectar agua de lluvia que destinará a futuros riegos de dichas plantas y usará como último enjuague para mi pelo. Esa tarde de verano llenará una bañadera con agua a la temperatura exacta y la irá calentando con el paso del tiempo (una vez que me meto ya no quiero salir), y lavará mi pelo con cuidado de que nada del champú entre en mis ojos “porque ya sabemos los gritos que pega esta chica cuando le arde”. Para el último enjuague traerá una jarra con agua de lluvia, tirará mi cabeza hacia atrás, haciendo una barrera con su mano a la altura de mi frente, y dejará caer una cascada bien despacio. Confía ciegamente en que eso hará maravillas, y a mis pocos años registro un consejo de belleza que me quedará grabado para siempre pero que en mi adultez jamás podré repetir. Supongo que en los setenta no se hablaba de la lluvia ácida.
En el cuarto de mi infancia colgaba un cuadro del talentosísimo ilustrador Oscar Grillo que había trabajado un tiempo en Gil y Bertolini, la productora de dibujos animados que tenía mi padre con mi tío Hugo y con Mario Bertolini. Un hombre en su barquito flotaba tranquilo en un lago. Era una suerte de corte transversal de la imagen y podían verse su caña atravesando el agua transparente y un pez mordiendo el anzuelo, a punto de ser pescado.
Había un sol, sonriente creo, en algún lugar de la escena, y podían verse las gotas de vapor que iban subiendo por el calor. Cuando cierro los ojos y lo recuerdo, en mi cabeza se convierte en una imagen animada.
Había un sol, sonriente creo, en algún lugar de la escena, y podían verse las gotas de vapor que iban subiendo por el calor. Cuando cierro los ojos y lo recuerdo, en mi cabeza se convierte en una imagen animada. Las gotas se agolpan mucho más arriba del pescador y se vuelven nubes grises y regordetas que viajan hacia la derecha del cuadro, donde finalmente explotan en forma de lluvia y caen en gotas pesadas sobre una colina bien verde con un arroyo que va hacia ese lago donde el hombre flota tranquilo en su barquito y donde podían verse su caña atravesando el agua transparente y un pez mordiendo el anzuelo a punto de ser pescado.
Y así solía irme a dormir, repitiendo una y otra vez el circuito en mi cabeza o recorriendo con los ojos el cuadro con la luz que entraba desde el pasillo. Esa luz que siempre pedía que dejaran encendida, sobre todo en las noches de truenos y tormenta, “por si acaso”. Por si a esos monstruos que vivían en algún lugar debajo de mi cama les daba por salir: como bien sabemos es algo que con la luz encendida jamás se atreverían a hacer. La luz los disuelve casi antes de que se materialicen. Como esa lluvia que se evapora mientras está cayendo y no llega siquiera a tocar la tierra.