Desvelada. ¿De qué color es Roma?
Además de estar en las calles, platos de comida o poemas, el espíritu de una ciudad vibra en una inquieta paleta de colores
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Una pastelera en Atlanta conoce perfectamente el sabor del color verde. Un ingeniero en sistemas está convencido de que su nombre, James, tiene gusto a tomates enlatados. Una joven en Lewes, al sur de Londres, ve los colores de las notas musicales. Según su primer marido, Marilyn Monroe durante semanas solo sirvió arvejas y zanahorias “porque le gustaban los colores”. Para el actor Geoffrey Rush el lunes es de un azul pálido, el martes, verde ácido y el sábado es definitivamente blanco. El Nobel en Física Richard Feynman veía los colores de las ecuaciones. Todos ellos, famosos o anónimos, tienen una condición (acaso envidiable) llamada sinestesia, por la cual experimentan sentidos mezclados, unen sensaciones en forma totalmente irracional y espontánea. Simplemente lo sienten.
No soy sinestésica ni estoy en el grupo de “uno en trescientos” con esa condición; apenas asocio recuerdos con colores, en un interminable catálogo de experiencias cromáticas al que puedo recurrir en forma desordenada (con la misma desesperante anarquía que aplico a los objetos). Hay método en mi locura, eso sí, y en eso me parezco a Hamlet. De mi último viaje guardo el anaranjado dulzón de un trago en una auténtica terracita atrapa turistas con vista al Coliseo. El severo sol romano de mediodía (aún siendo fines del invierno), sumado a una caminata cuesta arriba hasta la basílica de San Pietro in Vincoli, me dejó con una leve borrachera que anestesió mi desilusión por no ver el relicario con las oxidadas cadenas que habían atado a San Pedro en Jerusalén. Nota mental: las iglesias en Roma cierran a la hora de la siesta.
Hay un azul ultramar en el cielo de esa noche con viento helado en la que volvimos caminando hasta el barrio de Prati, que recortaba perfectamente los pinos con el Castel Sant’Angelo iluminado, casi dorado, asomando por detrás.
Anita Ekberg camina por las callecitas romanas con un gato diminuto posado en su cabellera rubia y se baña en la Fontana di Trevi con su ya clásico “Marcello, ven, apúrate” a un Mastroiani que la mira embobado y no duda un segundo en meterse con ella. La dolce vita es en blanco y negro pero el agua que cae desde los mármoles y travertinos se acumula en un fuentón aguamarina que está moteado de moneditas que arrojan las personas que esperan volver y hacen que el fondo se vea como una inmensa instalación de Yayoi Kusama. La gente se grita en idiomas y hay que empujar y pelearse un poco para sacar una foto. Tal vez esa parejita de falsos influencers aún nos esté odiando por arruinar su seguidilla de mil videos verticales para las historias de Instagram. Me río maléficamente cuando lo recuerdo.
Volviendo al color de Roma, ¿es un azafrán acuarelado el de las fachadas de los edificios? ¿O es un ocre amarillento? Tal vez sea un ladrillo aguachento o un salmón rebajado con blanco. Depende de la cuadra, depende de la hora, depende del sol. Es todos esos colores.
Roma es también el gris cremoso de los travertinos, un blanco lechoso con las sombras en gris que dejan las manos hundidas de Plutón en las nalgas de Proserpina o el terracota de sus techos, que vimos desde un café estratégicamente ubicado en el piso más alto de una de sus elegantes galerías.
Roma es también el gris cremoso de los travertinos, un blanco lechoso con las sombras en gris que dejan las manos hundidas de Plutón en las nalgas de Proserpina o el terracota de sus techos, que vimos desde un café estratégicamente ubicado en el piso más alto de una de sus elegantes galerías. Me inclino también por el color avellana de un enorme plato de cantucci que hicimos desaparecer con los últimos tragos de vino (non sancto) en un restaurant sobre la Via di Monte D’Oro mientras nos reíamos de mi mal italiano.
En la valijita de témperas, acrílicos y pinceles de mango rojo que llevaba a la clase de arte en el colegio, los tubos metálicos que había que doblar con cuidado de no desperdiciar venían con etiquetas que los identificaban con nombre y apellido. Azul de Prusia, amarillo limón y los famosos Tierra Siena natural y Tierra Siena tostada, también extraída de las canteras pero horneada con el propósito de oscurecerla. A diferencia de Roma, Siena tiene su color.
Respeto a quienes eligen viajar con un libro de historia, a los que buscan las locaciones de sus películas favoritas, a los que persiguen los versos de poemas y las escenas de novelas marcándolos con puntos rojos sobre un mapa. También a los que agendan citas en museos y monumentos para ver pinceladas de grandes maestros y a los que buscan los mejores platos de cada lugar. Yo tengo una técnica bastante primaria: quiero almacenar recuerdos cromáticos de mis momentos favoritos y buscar, aunque no necesariamente encontrar, respuestas a preguntas sencillas, como por ejemplo: ¿de qué color es Roma?