Desvelada. De Kensington a Tombuctú
Una particular caminata por las calles de Londres, que evoca a vecinos ilustres y transporta a tiempos y lugares lejanos
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Hay que bajar cuatro empinados (y bastante traicioneros) escalones para tomar la calle que lleva a la estación de subte de High Street Kensington a unas cuadras o a unos pocos minutos de caminata desde donde nos estamos quedando. Me gusta que tanto los amables vecinos, los ocasionales transeúntes y hasta los mapas interactivos indiquen no tanto la distancia sino los minutos de caminata. Porque todos sabemos que pocas cosas son más sagradas para un inglés que la puntualidad.
En el final de este mismo edificio de ladrillos (el más antiguo de Kensington), una placa azul me recuerda que T.S. Eliot vivió acá, un señor que para mi sorpresa no era inglés. Nacido de una familia yankee en St. Louis, Missouri, se naturalizó británico recién en 1927. Me pregunto si desde su departamento, el número 3, tendría la misma vista que tengo yo ahora desde mi ventana y si habrá tenido problemas para bajar estos mismos escalones mientras vivió en el edificio, desde 1957 hasta el 65, año en que murió. Me desilusiona un poco saber que no fue acá que escribió La canción de amor de J. Alfred Prufrock, el primer poema que leí de él y de alguna forma el comienzo de esta relación que mantenemos hace ya más de treinta años. Pero tiene sentido, la elegante Kensington no se parecen en nada a esas calles medio desiertas y hoteles de una sola noche (o hasta unas pocas horas) a las que se refiere en su poema.
Las placas azules son una tradición en Londres; un proyecto que comenzó en 1866 con una primera placa, conmemorando el lugar donde vivió el poeta Lord Byron, en Holles Street, una casa que sin embargo fue demolida unos años después. Hechas a mano en cerámica, pintadas de azul y de unos casi 50 centímetros de diámetro, se las encuentra en edificios grandes y pequeños. Las más de 900 placas colocadas a modo de homenaje unen a hombres y mujeres del pasado con los lugares del presente. Es condición para su colocación que los edificios estén aún en pie y si bien las placas no son garantía de conservación, pretenden al menos que alguien se detenga a pensar en la importancia de esos lugares en los que se escribió un pasado.
Las placas azules son una tradición en Londres; un proyecto que comenzó en 1866 con una primera placa, conmemorando el lugar donde vivió el poeta Lord Byron, en Holles Street, una casa que sin embargo fue demolida unos años después.
El colegio del que egresó mi madre y que después la tuvo como maestra de matemática durante decenas de años y a mí como alumna por una docena más, tenía su feria del libro, que congregaba a editoriales inglesas ofreciendo sus volúmenes a precios convenientes. Allí mi madre me solía comprar los libros que después llevaría a casa, porque en definitiva los comienzos de mi vida como lectora siempre van a ser una herencia materna, una suerte de “mamadera literaria” con la que me crió.
Mi primer libro de rimas era uno del lisérgico Dr. Seuss, con sus personajes antropomórficos de colores estridentes y pocas palabras en esa tipografía negra con serif, y esas “patitas” que eran tan difíciles de imitar con un crayón mientras aprendía mis primeras letras. Hop on Pop o algo así como “Saltemos sobre papá” era una introducción a las palabras con rima e iba desde monosílabos a términos que solo los grandes sabían como Constantinopla y Tombuctú (Timbuktu), esta última, una ciudad tan exótica y remota que el diccionario Oxford hoy define como sinónimo de “el lugar más lejano que uno pueda imaginar”.
Todos tenemos nuestras propias placas azules, que cuentan de dónde venimos y esos incidentes grandes o pequeños que nos reconstruyen. Solo hay que desempolvarlas y animarse al recorrido, un tour no siempre placentero, que acaso no sea épico al punto de merecer quedar por escrito. Sin embargo, el crítico se equivocaba: es un viaje fundamental.
Un poco más cerca, y con la excusa de caminar, planeamos un tour por las placas azules más emblemáticas del barrio que por unos días comparto con Eliot, el Royal Borough of Kensington and Chelsea. Es una colección ecléctica que va de Rudolf Nureyev a John Stuart Mill o la primera residencia de soltera de la Princesa Diana pasando por la de James Joyce y la de Agatha Christie, la de Winston Churchill y la de Alfred Hitchcock.
Cuando T.S. Eliot escribió La canción de amor de J. Alfred Prufrock entre 1910 y 1911, dejó unas cuatro páginas en blanco en la sección del medio que recién rellenó con 38 estrofas al año siguiente, cuando lo revisó. Un tiempo después, un crítico anónimo (y furioso) escribió en The Times Literary Supplement: “El hecho de que estas cosas ocurran en la mente del señor Eliot es algo de la menor importancia para cualquiera, incluso para él mismo. Ciertamente no tienen relación con la poesía”.
Todos tenemos nuestras propias placas azules, que cuentan de dónde venimos y esos incidentes grandes o pequeños que nos reconstruyen. Solo hay que desempolvarlas y animarse al recorrido, un tour no siempre placentero, que acaso no sea épico al punto de merecer quedar por escrito. Sin embargo, el crítico se equivocaba: es un viaje fundamental.