Desvelada. Abrir solo en caso de nostalgia
El olfato puede ser el mejor vehículo de la memoria y ciertos aromas culinarios un viaje directo al pasado más querido
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Es un mediodía de calor en Moisenay, un caserío diminuto a una hora en tren de París. La mesa está puesta en el jardín a unos pasos nomás de la huerta y hay mucho perfume a verano en el aire que viene de las flores altas y medio salvajes que también crecen allí en la huerta, del viento suavecito y de la ropa que se seca al sol. Yo camino entre las plantas de tomate todavía en pijama, desprendo los frutos más pequeños, los froto apenas contra la ropa y me los como como si fuesen cerezas (son tan jugosos que morderlos sería un desastre).
Mi tío René (así llamo a este primo de mi madre) ya puso varios de los tomates en una fuente y en un idioma que es cruza entre francés, inglés, español e inesperado amor entre dos personas que prácticamente no se han visto por más de tres horas en toda su vida, le explica a mi marido que lo corte y lo moje apenas en el aceite de oliva que brilla como un pequeño charco en un platito vecino. Lo hacemos. Es la gloria. No tengo recuerdos de haber comido un mejor tomate en toda mi vida.
Mi abuela solía traérmelos en rodajas con un poco de sal y un huevo de seis minutos partido al medio. Yo los esperaba sobre un sillón en el que me sentaban con unos almohadones para estar más alta, frente a una mesita a mi medida donde era atendida como una pequeña (y un tanto déspota) princesa. O nieta única, que es más o menos la misma cosa. Mi abuela esperaba atenta al primer bocado de tomate y mi veredicto. Cualquiera hubiese dicho que el fracaso terminaría en guillotina.
René llega a la mesa con un melón que va cortando hábilmente con una cuchilla en gajos perfectos y antes de que los cubramos con jamón crudo, nos frena y lo salpica apenas con unas gotas de oporto. Ahí sí, abre sus manos y en un gesto que no necesita de traducción alguna, levanta las cejas y nos invita a probarlo. El perfume dulce del melón se suma al del oporto y con la sal justa del jamón hacen oficial la segunda gloria del día. Después vendrá la comida y al final una enorme tabla de quesos con la sugerencia de ir probándolos, como corresponde, desde los más suaves a los más intensos y un dedo que señala el sentido a recorrer como las agujas del reloj. Empiezo por el brie de Melun. ¿Por qué a los italianos les gusta hablar de comida? Eso se pregunta Elena Kostioukovitch en su libro con ese título, y sospecho que debe explicar también por qué lo hace mi familia polaco-francesa.
En 1907, cuando el mundo creía que los sabores se resumían en dulce, salado, agrio y amargo, un científico japonés, el doctor Kikunae Ikeda, creyó haber descubierto un quinto sabor mientras disfrutaba de un tofu flotando en un particular caldo de algas y escamas de pescado. El umami, tal fue el nombre que recibió ese quinto sabor, está asociado a la presencia de sustancias clave en la nutrición humana: las proteínas. Así como se dice que los dulces nos permiten encontrar los azúcares en las frutas, por ejemplo, los sabores agrios y amargos a detectar sustancias tóxicas o frutos aún no maduros, las sales a regular la cantidad de agua adecuada en nuestro cuerpo, el umami nos alerta que estamos en presencia de eso que nos hará crecer, pensar y mantenernos con vida.
La ciencia aún discute qué porcentaje exacto de nuestra capacidad de distinguir los sabores depende de nuestro olfato aunque todos coinciden en que es alto, que sentimos el gusto porque olemos. Nuestras madres pareciera que siempre lo supieron y por eso nos hacían taparnos la nariz cuando se venía esa cucharada de jarabe asqueroso que prometía calmar la tos.
Abrir solo en caso de necesidad. Inspirar profundamente para repentinos ataques de nostalgia. Así dice la tapa de una mezcla de sal y hierbas toscanas que traje de un viaje. En letra más chica especifica “salvia, lavanda, tomillo, romero, laurel, hinojo, polen y enebro”, y sugiere usarla sobre carnes. Yo la uso en mis risottos y a veces simplemente en un plato con oliva para mojar un pan. Cada vez que la abro y le acerco la nariz me vienen clarísimas las risas de mis amigas en ese viaje, una noche de exceso de vin santo con cantuccini y un atardecer en el que rezamos y lloramos muertos en una capilla escondida.
No sería mala idea un estante repleto de frasquitos etiquetados conteniendo recuerdos varios. Frascos que digan cosas como “Viaje a Siena con mamá”, “Sábanas secadas al sol”, “Resina para zapatillas de baile” o “Matizador azul de la abuela María”. Que sea un estante con frascos cerrados y la advertencia de abrir solo en caso de extrema nostalgia.