Después de una elección, el ciudadano también tiene que ser oído
Para evitar que el votante caiga en la tentación de elegir “salvadores”, las instituciones deben dar más cabida a la conversación pública
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Se cierne hoy, sobre todos nosotros, un peligro real, que una mayoría no supimos ver ni entender. El peligro se relaciona con una situación de desintegración social que contribuyó a que millones de personas adoptaran como primera opción electoral la de que “todo estalle”, asumiendo que esa consecuencia era preferible a la permanencia de un estado de cosas como el presente. Tan mal se reconoce ese presente, y tan profundo es el hastío. Finalmente, ese estallido podrá ocurrir o no (el escenario de un Nerón argentino tocando la lira en la Casa Rosada, mientras el país arde en llamas), pero las condiciones que permitieron la emergencia de esa tragedia permanecen y prometen agravarse.
A la hora de explicar aquello que, desde las ciencias sociales, no supimos prever, las causas posibles se acumulan: la inflación y la crisis económica recurrente; el desempleo, la inestabilidad y la precariedad laboral; la pobreza y las desigualdades crecientes; la inédita polarización política; la crisis de representación, la corrupción, y el autismo de nuestros líderes políticos; el deterioro de la educación; una clase dirigente que, sobre todo, busca mantener sus privilegios y asegurar su impunidad. Todos esos elementos existen, son relevantes y, seguramente, forman parte de la explicación de lo imprevisto.
En estas líneas, sin embargo, me interesará hacer referencia a ciertos aspectos institucionales de lo ocurrido, pero no bajo el supuesto jurídico tradicional, según el cual todo se explica (todo comienza y termina) por el derecho, sino a partir de un supuesto más bien contrario, según el cual algo de lo ocurrido también se explica a partir de (del mal funcionamiento de) nuestro sistema constitucional y democrático. Finalmente, una creación y un resultado de aquello a lo que ha quedado reducido nuestra vida democrática.
Comienzo por un punto más teórico y abstracto, con la esperanza de avanzar hacia comentarios más prácticos. El punto es que, desde sus inicios, y a pesar de las apariencias, el constitucionalismo y la democracia se han llevado muy mal: el constitucionalismo pide, por sobre todo, límites al poder, y la democracia considera que no debe haber autoridad superior a ella. Las cosas, agregaría, se agravaron con el paso del tiempo, de forma que el constitucionalismo terminó por absorber, de a poco, al sistema democrático: en las últimas décadas, la democracia quedó básicamente reducida a las “tres ramas de gobierno”. El papel de la ciudadanía, en ese contexto, se redujo a su expresión mínima: escoger, directa o indirectamente, a los funcionarios de gobierno, para luego sentarse a esperar hasta las próximas elecciones, o rezar para que no la defrauden demasiado. La nada. Menciono ahora sólo tres implicaciones institucionales de este vaciamiento de la democracia, cuyas consecuencias aparecen verificadas en la reciente elección argentina.
La necesidad institucional de un “salvador”. El déficit (antes que el exceso) democrático que padecemos induce a la búsqueda del “milagro”. En efecto, parte de lo que ocurre tiene que ver con el “vaciamiento” que ha sufrido nuestro sistema institucional, que redujo la intervención política de la ciudadanía, meramente, al “voto periódico” -un voto cada dos o tres años. Si lo que la ciudadanía puede hacer, en términos institucionales, es “nada, salvo votar” cada tantos años, entonces, por supuesto que -aun para los ciudadanos más razonables- se torna imprescindible encontrar a un “salvador”, algún “mesías” capaz de hacerse cargo de “todo” lo que millones de personas quedamos imposibilitadas de hacer. Este resultado desagradable resulta, entonces, y en parte, producto del poder que hemos perdido, para actuar y decidir por nosotros mismos.
Votos como piedras: la imposibilidad de hablar, corregir o matizar. Peor todavía: a ese salvador, a cargo de hacer todo, no podemos corregirlo o re-direccionarlo en nada: tenemos sólo una “piedra” para arrojar a la pared, de vez en cuando, que nos permite hacer (poco o mucho) ruido, colectivamente, pero nos impide decir nada concreto: no nos permite conversar. Así, en el mientras tanto, entre elección y elección, perdemos la palabra, la posibilidad de exigir, cambiar, y ser corregidos. Millones de brasileños que querían (por la razón que sea) “terminar” con el régimen Lula-Rousseff, no podían decirle a Bolsonaro: “sí a un cambio de rumbo (económico o político o cultural), pero no al racismo o la homofobia.” Ni siquiera eso: ni un matiz. Millones de norteamericanos que estaban cansados de la “elite de Washington”, no pudieron decir, por ejemplo, “no queremos a la vieja elite en la Casa Blanca, pero tampoco en la Corte”. Ni siquiera un “pero” Los argentinos fueron empujados a elegir a los “viejos corruptos”, para asegurar un cambio económico, después de Macri. Es decir, la posibilidad institucional de re-orientar, siquiera un poco, el rumbo que vaya a tomar el “salvador” escogido, es nula. Y entonces, los brasileños, de pronto, son juzgados como “racistas;” los norteamericanos vistos como responsables de las enceguecidas decisiones de su Corte; y los argentinos son acusados de escoger corruptos. Lo cierto es que, el propio sistema institucional nos induce a buscar a un “salvador”, primero, y luego nos impide corregir o moderar sus acciones, siquiera en algún aspecto.
“Guerra” antes que cooperación. Una vez electo el presidente -digamos, el “salvador”, a quien la oposición reconoce como peligroso e irracional (así, como ocurriera con Trump, Bolsonaro, Orban o Erdogan)- el sistema institucional de los “frenos y contrapesos” nos abandona otra vez. De hecho, tal sistema de “mutuos controles” no nació para favorecer el diálogo, sino para canalizar institucionalmente la guerra civil, en ciernes en aquellos años. Luego, y por ello mismo, no es extraño que ese sistema (alguna vez virtuoso para frenar la guerra civil) induzca a quienes quedaron en la oposición (en la calle, pero también en el Congreso), a remover del poder al “loco” que ha llegado al poder. Otra vez: no hay espacio institucional para que la oposición adopte una posición cooperativa, y que el irracional del caso se modere o acepte “conversar” con la oposición. Por el contrario: cualquier “mano tendida” de la oposición sólo sirve para reforzar el poder de quien está en el poder, y favorecer entonces su reelección futura. Si se trata de un desequilibrado, luego, la acción más “racional” de la oposición es (no la de fortalecerlo, sino) la de hacer lo posible, institucionalmente, para sacarlo de su lugar (i.e., exigir su juicio político). Otra vez: es el propio sistema institucional el que promueve ese resultado desastroso (vacío de poder, guerra entre partidos, no-cooperación, enfrentamiento). El tipo de sistema de checks and balances que tenemos, con un Poder Ejecutivo con poderes reforzados, es el que -otra vez- favorece el conflicto antes que cooperación.
Adviértase que sólo mencioné tres ejemplos probables -entre muchos otros- de un gran problema. Es posible decir, por tanto, y como anunciaba al comienzo, que la crisis actual tiene múltiples componentes, pero también un componente institucional: las instituciones que tenemos son en parte responsables de la producción/creación de los pésimos resultados que venimos obteniendo (en términos de rendimiento, vitalidad democrática, cooperación política, etc.).
La gran pregunta que aparece, entonces, es si se puede hacer algo, y en todo caso qué, para tornar al sistema más democrático, más cooperativo, más dialógico. La respuesta es que sí, que pueden hacerse muchas cosas, que hay muchas “alternativas” institucionales disponibles (algunas más y otras menos ambiciosas). Recordemos lo siguiente, por caso: el sistema de “checks and balances” nació basado en un entramado de “town meetings” o “cabildos”, que era donde transcurría la vida política del día a día (democracia no era igual a elecciones periódicas). Las democracias constitucionales incluyeron, desde temprano, múltiples formas de intervención ciudadana en la vida diaria (a través de sistemas de jurados, de rotación en los cargos, de mandatos cortos, etc.) que fue lo que fascinó a Tocqueville o a Sarmiento, en sus viajes por los Estados Unidos.
Existen decenas de instrumentos que permiten la intervención ciudadana en el “mientras tanto” (desde revocatoria de mandatos; a formas de veto para minorías; o sistemas de consulta “previa, libre e informada”). La experiencia reciente de Asambleas Cívicas (en Irlanda, Canadá, Chile o Islandia) es más que positiva. Todo el constitucionalismo, desde hace 20 años, se encuentra virando hacia formas más “dialógicas” (cláusula del “no obstante” en Canadá; “meaningful engagement” en Sudáfrica; audiencias públicas en la justicia y en el Congreso; etc.). Es decir, no es inconcebible, sino perfectamente posible, contar con instituciones de otro tipo, que coloquen en su centro a formas de democracia basadas en la conversación pública. Otra cosa es que a la clase dirigente (política, empresarial, sindical), que se beneficia de este bloqueo a la intervención más cotidiana de la ciudadanía, le convenga promover tales cambios, que prometen quitarle poder y protagonismo.