Después de nosotros, el diluvio
Aquí vamos de nuevo: después de nosotros, el diluvio. ¡Como si no diluviara ya y la Argentina no tuviera agua al cuello! Aníbal Fernández nos lo recordó, por si lo habíamos olvidado, Juan Grabois lo anunció hace meses: o ganan ellos o habrá “sangre y muerte”. Tonos cautelosos, balas de salva, ramas de olivo, tan solo para crear un clima electoral sereno... Un ministro de “seguridad” que amenaza con la “muerte”: ¿será el hombre adecuado en el puesto adecuado? ¿Por qué no Drácula al frente de la Cruz Roja? “Fiel a su estilo”, leí en un diario. ¿Estilo? Al Capone también lo tenía. Inepto para gobernar, al peronismo le encanta impedir que otros lo hagan. Es lo que hace mejor. Poco importa que sean elegidos por el pueblo: pueblo es solo el suyo.
Analfabetismo democrático, incontinencia verbal, chantaje moral, ya sabemos. Obligado por la indignación, sumergido por el sentido común, repelido por el buen gusto, debería renunciar. Ni lo piensa: ahí estaba, ahí sigue, con su “estilo”, cubierto por los suyos, tolerado por muchos, como si eso fuera normal, aunque normal no sea. En lugar de cumplir con sus responsabilidades, las descarga en quienes vendrán.
Pero el tema que me interesa es otro: ¿por qué la “muerte”? ¿Por qué los populistas hispanos son tan necrófilos, siempre tan rudos? La vida por Perón gritaban los peronistas, patria o muerte ladraban los castristas, viva la muerte aullaban los falangistas. ¿Quién no ha leído a Octavio Paz? La muerte impregna la “mexicanidad”. Todos traficando con cadáveres, alternando con los mártires, apostando a las reliquias. La historia peronista chorrea: la tumba de Perón, el cuerpo de Eva, los pantalones de Mugica. Y así las demás: las cenizas de Bolívar, el espíritu de Chávez, las manos del Che, el Valle de los Caídos, los cadáveres exhumados, los cuerpos disecados, los esqueletos disputados. ¿Qué les pasa? ¿Será saludable? ¿Ayudará a resolver los problemas en paz o servirá más bien para dramatizarlos?
La “cultura” tiene algo que ver con eso. Cierta cultura, no toda. La cultura que desciende de la religión, su madre; lo dicen los “teólogos del pueblo”, será verdad. Si la cultura del pueblo es católica, la cultura política de los movimientos nacional-populares lo será también. La cultura de los populismos latinoamericanos, en fin. ¿Tendrá algo que ver con su obsesión por la muerte?
Dos consecuencias, ambas ligadas a la muerte, ambas nocivas para la democracia. La primera es el crónico impulso de “santificar” al líder difunto, de beatificar al mártir caído, de idolatrar al líder dándole las llaves de nuestra “salvación”. Así como se dice que el cadáver del Cid seguía ganando batallas, así Eva se cierne sobre la 9 de Julio, los ojos de Chávez se asoman desde los muros de Caracas, el ícono de Guevara domina la Plaza de la Revolución. Muertos sagrados, objetos de culto, símbolos de fe. La fe que el Estado populista pretende imponer a sus súbditos como en un tiempo la imponían las monarquías confesionales: un rey, un pueblo, una fe, una fe secular, una religión política. De ahí que haya muertos en todas partes, muertos que ven, hablan, protegen, castigan. Son los santos de hoy, las versiones modernas del Cristo Redentor en el Corcovado, de las Vírgenes que el peronismo colocó en cada edificio público, una mezcla de sagrado y profano, creencia y magia, ritual y superstición, oración y oportunismo propia de la cacareada “religiosidad popular”. Puede gustar o no. Por cierto, es terreno árido para que madure la ciudadanía responsable, fértil para el fideísmo paternalista y fatalista de los populismos.
La segunda consecuencia es peor. Es la idea típica de la tradición nacional católica de que el orden político no es un arreglo racional fundado en leyes e instituciones destinadas a ordenar el caos y corregir los errores, sino un organismo natural a imagen de Dios, una familia votada en armonía, aunque a veces la familia se vuelva mafia. Un cuerpo que ama y odia, sufre y goza, enferma y muere. Trasladado a la vida política, implica la lucha a muerte entre un pueblo puro y un antipueblo letal: o él o yo. Patria o muerte. Sin considerar más que la muerte del adversario como tabla de salvación. O, en caso de derrota, la muerte como martirio que regenera, sufrimiento que purifica, dolor que resucita. Expiado el pecado, eliminada la enfermedad, borrado el enemigo, estaremos a salvo y libres, sanos y puros, nacionales y populares. ¿Resultado? Escatología sin responsabilidad, mesianismo sin reformismo. Una cultura política sin cultura de gobierno, apocalíptica y vocinglera, verbosa e inútil, grandilocuente y vacía, la cultura politica de los populismos.
¿Qué tiene que ver todo esto con una figura menor como Aníbal Fernández, con un aprendiz de brujo como Grabois? Ambos pisan estos pasos antiguos sin saberlo, recitan un guion desgastado sin imaginarlo, juegan con el fuego que no pueden apagar. Sin embargo, añaden un capítulo inédito, trágico o hilarante, según: especulan sobre los muertos futuros. Aspiran a construir sus fortunas sobre las hipotéticas víctimas de la hipotética represión de una hipotética protesta contra las hipotéticas medidas de un hipotético gobierno supuestamente obligado a tomarlas para remediar el desastre heredado. El que ellos mismos dejaron. El cinismo erigido en arte.