Despolitizar el Poder Judicial
Hace mucho que la opinión pública desconfía de los jueces: el propio presidente de la Corte Suprema ha reconocido públicamente ese fenómeno. Pero cada vez que hay un proceso con alto contenido político esa desconfianza arrecia. En estos días, cuando se juzga a la expresidenta y a varios de sus antiguos colaboradores, hasta hay manifestaciones callejeras. Unos sostienen que los tribunales son una especie de esbirros del poder político, encargados de ejercer persecuciones perversas, y otros concurren a dar ánimo a los jueces para que continúen cumpliendo con su deber aun en medio de las amenazas.
Esto no es nuevo. Desde hace décadas, la pasión política habla de los jueces según lo que cada uno espera o teme de ellos. De tanto en tanto, aparecen comentarios sobre el impuesto a las ganancias, o el mes y medio de vacaciones, o si no deberían ser elegidos por el voto popular, o, en el extremo, ser reemplazados por funcionarios ejecutivos a los que el poder de turno pudiese bajar línea. Del otro lado, se encarece la importancia de la división de poderes y de la independencia judicial ,y se resalta el augusto carácter de la administración de justicia y el respeto debido a quienes la ejercen.
Pero no siempre esta divergencia obedece a ideas sobre la organización constitucional del país: a menudo los observadores dicen una cosa ante fallos contrarios a sus amigos o líderes y la otra cuando encuentran un juez que investiga a quienes consideran sus adversarios o enemigos. En otras palabras, si las instituciones funcionan a nuestro favor, las apoyamos con la mano sobre la Constitución; si hacen lo contrario, abominamos de ellas, las calificamos de parciales y corruptas y hasta pedimos no ya su destitución, sino su lisa y llana supresión.
La administración de justicia no ha sido creada para responder a esos clamores tan parcializados. Está para aplicar el derecho con imparcialidad y sin ceder a presiones ni halagos. No debe temer a la maledicencia si falla a favor de los poderosos ni a las represalias si lo hace a favor de los que no lo son, y ni siquiera a la opinión pública cuando entienda que la razón corresponde a una solución impopular.
Por esto suele decirse que el Judicial es un poder contramayoritario: como guardián de la Constitución, debe poder oponerse a la mayoría legislativa si es necesario, o a la conveniencia del Ejecutivo, o al clamor de los medios, o a la furia de la calle. Por eso, la profesión judicial exige valentía: el juez es un profesional del valor. No porque todos sean valientes, sino porque el que no lo es no debería ser juez.
Es claro que, en todo este asunto, hay algo que anda mal desde hace tiempo. No todos los jueces son valientes. No todos son honestos. No todos son imparciales. No todos son elegidos por sus virtudes ni por su capacidad, aunque de hecho las tengan, sino a menudo por su afinidad con funcionarios u otras personas influyentes. Y el Consejo de la Magistratura, creado para reducir la política en la designación y en la destitución de magistrados, quedó invadido desde el principio por una multitud de legisladores partidarios que convirtieron ese organismo técnico en un campo de controversia entre grupos de poder.
Si queremos dejar de caernos en la grieta, lo primero es rescatar de ella al Poder Judicial. Despolitizarlo y profesionalizarlo, respetarlo y acatarlo. Y, claro, vigilar que no se aparte del camino de la ley.
Director de la Maestría en Magistratura (UBA)