Lejos de erosionar el sistema, el no acatamiento pacífico y público de medidas gubernamentales que afectan los derechos individuales esenciales fortalece la democracia, en tanto se opone a los abusos del poder,ejercicio reflexivo. En Desobediencia civil y libertad responsable, los autores trazan la genealogía de un instrumento que hoy cobra renovado interés
No es extraño que sea en las democracias más consolidadas del mundo, Estados Unidos y Alemania, donde la desobediencia civil está más extendida como doctrina y como práctica. Fueron John Rawls y Ronald Dworkin por un lado y Jürgen Habermas por el otro quienes desarrollaron de un modo contundente y detallado lo que ya estaba larvado en la rebelión de Antígona, cuando su tío Creonte dictó una norma que infringía la sagrada tradición funeraria, prohibiendo la sepultura de su hermano Polinices; lo que John Locke propuso de modo mucho más sofisticado en el siglo XVII, al desarrollar la idea de contractualismo y establecer qué derechos tenía el hombre aun antes de pactar ese pasaje civilizatorio, con lo cual fijaba un piso de prerrogativas individuales sobre las que ningún monarca podría avanzar sin convertirse en tirano; y lo que Henry David Thoreau llevó a la apoteosis en el siglo XIX, primero con su acción pública y performativa, al negarse ostensiblemente a pagar impuestos para no financiar la guerra que Estados Unidos libraba por entonces con México, y tres años después, en 1849, con su libro Desobediencia civil, que condensa tres conferencias en las que había defendido su comportamiento insumiso.
De modo inversamente proporcional, donde priman democracias descalabradas y en retroceso, como en la Argentina, la concientización es bajísima. Lo curioso es que esa ignorancia se presenta más nítidamente en comunicadores e intelectuales que en la gente común. Al fin y al cabo, en las últimas décadas ha habido en la Argentina prácticas que se asemejan a la desobediencia civil: son interesantes ejemplos los cacerolazos en medio de la cuarentena para frenar políticas disparatadas como la liberación de presos y la expropiación de una empresa privada, el acampe de los qom en la avenida 9 de Julio, el cese de comercialización del campo frente a la Resolución 125 en 2008, la carpa blanca de los docentes en la Plaza Congreso en los años 90, e incluso (con matices que más adelante analizaremos) las puebladas de Cutral Có, en protesta contra políticas que provocaban desocupación y arrasaban con pueblos enteros.
Pero muchísimos comunicadores y hasta intelectuales ignoran por completo qué es la desobediencia civil, a punto tal que cuando uno de los autores de este artículo la propuso en un programa televisivo como remedio para los comerciantes asfixiados por una cuarentena autoritaria e interminable, fue impugnado por un coro bastante uniforme que confundía la desobediencia civil con un golpe de Estado y, por ende, clamaba por la inmediata actuación de fiscales a fin de escarmentar la opinión que reputaban sediciosa y desestabilizadora. El presidente de la Nación, Alberto Fernández, llegó a plegarse a esa efusión de autoritarismo ágrafo cuando dijo que le resultaba notable que "gente muy preparada" se expresara de ese modo. Un intelectual de fuste como José Pablo Feinmann increíblemente opinó en C5N que Henry David Thoreau había pensado la desobediencia para situaciones de dictaduras y no para democracias, curiosa gaffe, dado que Thoreau produjo su intervención pública en 1846 en Estados Unidos, con una democracia consolidada. Del mismo modo que no tendría sentido la desobediencia civil en una democracia sin fallas graves, donde las meras discordias pueden procesarse mediante la dinámica del voto en la siguiente elección, tampoco tiene mucho sentido y se torna infértil en una dictadura. Lo más parecido a un acto de desobediencia civil eficaz bajo una dictadura podría ser la ronda de los jueves de las Madres de Plaza de Mayo, que posibilitó la visibilidad internacional de la matanza que se estaba perpetrando en el segundo lustro de los años 70. Pero fue algo excepcional, la verdadera solución frente a una dictadura no es desobedecer aspectos particulares sino combatirla en su conjunto.
De modo tal que la desobediencia civil se ciñe al caso de una democracia que, sin embargo, presenta fallas considerables cuya solución no puede esperar a la siguiente elección. Por eso es un complemento indispensable de toda democracia madura. Oxigena el sistema. Jürgen Habermas llegó a decir: "Todo Estado democrático de derecho que está seguro de sí mismo considera que la desobediencia civil es una parte normal de su cultura política". Los requisitos centrales consisten en que la violación de la norma legal sea pública, pacífica y que apele a un sentido de justicia comunitaria.
El hecho de ser pública la distingue del delito: el delincuente comete su tropelía a escondidas, tratando de no ser descubierto; en cambio, quien emprende un acto de desobediencia civil lo hace de modo abierto, a la luz del día, pues el objetivo es justamente visibilizar la protesta y activar un cambio legislativo sobre las políticas que afectan derechos individuales. Si no se ve, no hay resonancia discursiva. Por eso cuando los comerciantes empezaron a abrir sus negocios pero en la modalidad "blue", no había en rigor un acto de desobediencia civil, pues no había intervención pública ostensible sino asordinada. Solo cuando esas aperturas clandestinas se generalizaron, convirtiéndose en un secreto a voces, devinieron en una suerte de apelación simbólica a las autoridades.
Que sea pacífica también es central. En esto se diferencia por ejemplo del accionar de los piqueteros, que van enmascarados, con piedras y provocando molestias graves al resto de los ciudadanos, razón por la cual advertíamos que los cortes de ruta de Cutral Có debían ser tomados con cautela. En el mismo sentido, la chirinada de trumpistas grotescos, con su irrupción violenta en el Capitolio, lejos está de la herramienta que defendemos. Por eso mismo, en el libro sobre este tema que acabamos de publicar, la segunda parte del título alude a la "libertad responsable", es decir que al desobedecer es preciso evitar todo perjuicio a terceros. Los comerciantes podían levantar sus persianas pero no de modo irresponsable sino adoptando todas las precauciones sanitarias para evitar un agravamiento de la epidemia. Así lo hizo la señora Sara cuando salió a tomar sol con su sillita, su barbijo y sus guantes a los bosques de Palermo, acomodándose en total soledad, sin nadie en varios kilómetros a la redonda e incluso aclarándole a los policías que intervinieron que estaría apenas unos minutos. Algunos cuestionaban la actitud a la luz del imperativo kantiano: ¿qué pasaría si florecían mil Saras tomando sol? Pero la respuesta remite nuevamente a la libertad responsable: bastaba con dos metros y un barbijo para disipar todo riesgo de contagios, máxime en épocas en que la transmisión del virus era muy baja.
Patrimonio inalienable
Quien ejerce la desobediencia lo hace además apelando a un implícito cartabón de justicia que anida en el imaginario colectivo, en el sentido de impugnar una norma que afecta su vida, su libertad o sus propiedades (los tres bienes que Locke identifica como patrimonio inalienable del ser humano) y que probablemente es incompatible con la Constitución del país. Cuando la costurera negra Rosa Parks, en 1955, se negó a cederle el asiento en el ómnibus a otro pasajero blanco, violando el estatuto de segregación racial del estado de Alabama, operó en la convicción genérica (aunque intuitiva) de que semejante salvajada no podía estar amparada por la Constitución norteamericana y, en efecto, un año después la Corte Suprema le dio la razón a los negros que desconocieron la norma, con lo cual quedó en evidencia que, lejos de socavar el sistema, la desobediencia civil lo enriquece y estabiliza. Difícilmente los derechos se otorguen de arriba hacia abajo, más bien se conquistan, casi diríamos que se arrancan al Estado. Es por eso que el ciudadano tiene en sus manos la llave de la peripecia: de su coraje para no dejarse pisotear depende su destino. Así fue siempre, desde la abolición de la esclavitud hasta el uso de métodos anticonceptivos.
Algunas voces alertan sobre el peligro del procedimiento en el sentido de que podría llevar a la anarquía. Si todos desobedecen todo el tiempo reinaría el caos, nos dicen. Pero esto es falso en la medida que se cumpla con los estándares de libertad responsable: el ciudadano tiende a ser cauteloso porque debe presumirse su racionalidad. Por supuesto que para que esa racionalidad funcione se requiere que no se lo tenga encerrado durante ocho meses. Cuando sucede eso, no bien se abre una rendija el ciudadano sale disparado como una fiera a la que le abren la puerta de la jaula. Basta una simple constatación que prueba la racionalidad: en nuestras sociedades todos tenemos derecho absoluto a presentarnos a tribunales y entablar juicios contra otros ciudadanos. ¿Lo hacemos todo el tiempo por cualquier molestia menor o solo nos lanzamos a litigar cuando estamos seguros de que están afectando gravemente nuestros derechos y que nuestro reclamo goza de razonabilidad? Naturalmente, lo cierto es lo segundo. Que esté a nuestra disposición la posibilidad de entablar pleitos contra otros no quiere decir que lo hagamos a tontas y a locas, lo hacemos en contadas ocasiones y algunos no lo hacen nunca en su vida. Lo mismo ocurre con la desobediencia civil; no la ejerceremos por cualquier insignificancia sino por cosas importantes, porque sabemos que invocarla sin razón o por cuestiones fútiles nos demandará tiempo, energías y pérdidas de dinero.
El iusfilósofo norteamericano Ronald Dworkin avanzó un paso más al introducir una interesante polémica en torno a cuál es la conducta adecuada de un buen ciudadano frente a una norma que afecta sus derechos individuales: 1) respetarla siempre, 2) desobedecerla mientras un juez no nos obligue a cumplirla, o 3) desobedecerla siempre, incluso después de que un juez ordenó cumplirla. La segunda hipótesis, es decir, desobedecerla mientras un juez no obligue a cumplirla, parecía a priori la más razonable. Sin embargo Dworkin la cuestiona a la luz de un caso real. Los testigos de Jehová se negaban a hacer la venia a la bandera alegando que ellos solo rendían culto a Dios y que no podían hacer reverencias paganas, lo que motivó un planteo judicial que fue resuelto por la Corte en 1940 a favor del Estado y en contra de los testigos de Jehová; tres años después, en 1943, otro fallo de la Corte cambió la postura y se pronunció a favor de los insumisos. Dworkin reflexiona entonces que, si ante el primer fallo se hubieran limitado a acatarlo, nunca habría salido el segundo fallo, razón por la cual una actitud obediente del ciudadano en 1941 y 1942 habría sido funcional al conservadurismo y la sociedad no habría progresado.
Ya superadas o morigeradas las restricciones que en nuestro país impuso una cuarentena coercitiva e interminable a los comerciantes sobre sus negocios y a los ciudadanos en general sobre su derecho de circular, de trabajar, de asistir a sus familiares enfermos y hasta de enterrar a sus seres queridos, nos queda un espeso sedimento: un país devastado, pero también el nutritivo asombro de que la desobediencia civil es un instrumento válido al que podemos y debemos acudir en más de una ocasión, la vacuna contra el autoritarismo. Los argentinos hemos descubierto su útil ontología.
Se trata de incomodar al poder que restringe nuestros derechos. Ocupar ruidosamente la calle cuando un gobierno intenta expropiar empresas por venganzas políticas, como fue el caso del grupo Vicentin. Plantarnos cuando pretende arrasar el plantel judicial para consagrar la impunidad de los corruptos. Decir no cuando promueve la aplicación de vacunas cuya validez científica es incomprobable. Alzar la voz cuando, mediante triquiñuelas, quiere entronizar una lumpenburguesía de amigos en las empresas públicas, o bien cuando se impone un cepo a la exportación de maíz. La oportuna reacción de gobernadores, intendentes, comerciantes y ciudadanos en general, anunciando que desconocerían la norma que se anunciaba, logró frenar la reciente tentativa de implantar por decreto un toque de queda a nuestro juicio innecesario: buen ejemplo de esta súbita toma de conciencia y de la efectividad del instrumento.
Desafíos de la pospandemia
No nos olvidemos que hoy las democracias ya no son asediadas por golpes militares ni dictaduras tradicionales, sino que son corroídas desde adentro por los propios gobiernos que acceden mediante el voto, enmascarados, pero luego parasitan el sistema, desactivan todos los controles y devienen en aparatosos tiranuelos populistas, como ocurrió con el chavismo en Venezuela. Una dictadura clásica constituye el mal absoluto, en cambio una democracia vaciada es aún más peligrosa en tanto urde coartadas para escamotear sus responsabilidades y mantener por algún tiempo el espejismo. La pospandemia nos sorprende, para ser esquemáticos y forzando las categorías, ante tres interrogantes mundiales: más globalización o más nacionalismo, más democracia o más autoritarismo y transición hegemónica de Estados Unidos a China o multipolaridad.
Los dos primeros interrogantes nos atañen de modo crucial e inmediato. Las restricciones que impuso la pandemia parecían llevarnos a un mayor nacionalismo y a un mayor autoritarismo: encierro y recorte de libertades. Los Estados en general, cebados después de haber probado el gusto vampírico de limitar inusualmente derechos, tendrán la tendencia inercial de mantener esas perversas rebajas, pero esto se dará con mucha más intensidad en los países donde reina el populismo. El mundo hoy está repartido entre populismos de derecha (algunos disfrazados de izquierda, como Podemos o Cristina Kirchner), de un lado, y un incipiente liberalismo de izquierda, del otro. De Trump a Biden, Estados Unidos presenta el rico escenario experimental del pasaje del primero al segundo modelo. En todo populismo rigen el capitalismo de amigos, la tendencia a abolir las libertades individuales, el desprecio por lo institucional y el uso clientelar de las demandas insatisfechas, razón por la cual es ahí donde la desobediencia civil debería ser más empleada y, paradójicamente, donde más resquemores y descréditos recoge. La consigna esencial de todo populismo es que el gobernante encarna al pueblo, por lo cual los ciudadanos se disipan como sujetos políticos y no tienen nada que decir entre una elección y otra: las disidencias y quejas deben ser aplastadas. Son unívocos y explícitos en eso; desde el chavismo hasta Cristina con su ya clásico lema "Si no les gusta armen un partido y ganen las elecciones", denotan su firme deseo de silenciar a la gente. Pero esta premisa es tramposa, la democracia no es solo ganar elecciones; como han dicho recientemente Barack Obama (en el funeral de John Lewis) y Justin Trudeau (en una conferencia de prensa), la democracia no es automática sino que demanda trabajo cada día. Si no se riega con nuestras interpelaciones, se seca. La Argentina se presenta, así, como un teatro de operaciones ideal para que los ciudadanos recuperen la voz ante cada atropello, digan no cada vez que sientan que le quitan un derecho, salgan a la calle y establezcan crecientes zonas de incomodidad alrededor del poder desbocado.
Autores del libro Desobediencia civil y libertad responsable (Sudamericana)