Desdoblar las elecciones, la nueva salvación...
A muchos académicos de ciencias sociales les apasiona investigar la capacidad de los sistemas electorales de inducir resultados. Es un asunto que a buena parte de los políticos les quita el sueño. Aunque hay varias diferencias entre los dos grupos. Los académicos no tienen prisa. Organizan simposios, juntan bibliografía, encargan trabajos de campo, escriben papers, hasta se acarician la barbilla para purgar su parsimonia mientras piensan el siguiente párrafo. A los políticos, en cambio, el almanaque los corre. La acuciante perspectiva de un año electoral, aunque no sea el corriente sino el venidero, basta para acelerarles el corazón.
En su visión -gajes del oficio- las elecciones sólo están para ser ganadas, lo cual no se consigue, como cree el vulgo, únicamente conquistando voluntades sino ajustando las reglas de juego a cada necesidad. La puesta a punto del sistema, en un sentido o en otro, es algo que, creen ellos, podría favorecerlos en la próxima elección.
Pues bien, pergeñar cambios de reglas, ritual bianual, es la instancia que ahora mismo revuelve el subsuelo de la política. Allí, o por lo menos en algunos cenáculos, se discute si las PASO provinciales convienen o no, si no servirá pasar a la boleta única y, fundamentalmente, si en 2023 no valdría la pena separar las elecciones provinciales de las nacionales. La ebullición del debate está garantizada porque las elucubraciones de uno y de otro pueden coincidir o ser antagónicas, se trate de oficialistas o de opositores.
Son cálculos complejos. Cruzan sistemas electorales (en el país hay 25, uno por provincia y el nacional) con encrucijadas partidarias, internismos nacionales, entuertos políticos locales, imagen futura del gobierno central, pronósticos económicos y sociales para el momento –o los momentos- en que la gente vaya a votar. En términos parroquianos un verbo de resonancia oportunista reduce la complejidad del asunto: la cosa es despegarse. Cuando a nivel nacional la boleta promete remolcar como una locomotora la propia boleta, se recomienda ir colgado. Pero si pinta hundimiento hay que huir a tiempo, buscar fecha propia, adelantada, comarcal. A eso se le dice provincializar la elección. Que en realidad es provincial.
Resulta algo extraño que el sistema político que impone boletas de hasta más de un metro de largo en las que los estamentos nacional, provincial y municipal se hermanan como siameses permita la opción quirúrgica de la emancipación. Tiene algo de crueldad; como mínimo sabe a abandono. Pero desde el punto de vista federal esa emancipación parece lógica: ¿por qué si el gobierno nacional sufrió un desgaste severo una provincia oficialista debería privarse de reelegir a un buen gobernador?
Tal vez un federalismo más congruente exigiría que las elecciones provinciales y nacionales siempre, no algunas veces, fueran separadas. El problema es que la opción, que no es para todos porque cada provincia sigue las particularidades de su propio sistema, fomenta la supeditación de las reglas a la conveniencia política de quien tiene el poder para modificarlas: el que está gobernando.
A los políticos no les interesa como a los académicos observar lo que ya pasó sino torcer a su favor lo que está por pasar. Cierta omnipotencia les hace creer a veces que, como son quienes hacen las leyes, pueden modelar el futuro. A menudo piensan que si ajustan un engranaje del sistema obtendrán un resultado preciso que los favorezca.
Pero su dominio de la prognosis se probó falible más de una vez. Un buen ejemplo de falibilidad es el de Néstor Kirchner en 2009. Kirchner hizo cambiar por ley el Código Nacional Electoral para adelantar las elecciones legislativas del 25 de octubre al 28 de junio, convencido de que así las ganaría (la excusa fue la crisis económica mundial, aunque ese año otros 25 países votaron en fecha), y las perdió.
Para las elecciones de 2023 todavía falta mucho, dicen en público la mayoría de los políticos. Ahora sólo estamos pensando en las necesidades de la gente, repiten. En sus padecimientos cotidianos. Estamos consagrados a la gestión. Todo el mundo sabe que esa es una mentira piadosa. Pero quienes sospechan que en su intimidad los políticos se dedican a pelear por sus candidaturas, a armar sus campañas, a conseguir fondos, se quedan cortos. Especular sobre las reglas también les lleva parte del día.
Las reglas, es cierto, no pueden esperar a que el año electoral se venga encima y cambiarlas cuando los jugadores ya entraron en la cancha. No sólo queda feo, tampoco es muy recomendable desde el punto de vista administrativo. Por suerte en nuestro país nadie se sonroja por acomodar reglas a las necesidades de cada ocasión gracias a que eso sucede en incontables rubros, no sólo el electoral. De allí que acoplar o desacoplar elecciones en base a cálculos partidarios luzca genuino.
En rigor las reglas no sólo se conforman de leyes, decretos, disposiciones, resoluciones, códigos, reglamentos, sino también de costumbres, que brindan previsibilidad. Como por décadas las reglas de cada elección presidencial fueron distintas de las de la elección precedente un viejo chiste decía que sí existía una regla constante, era el cambio permanente de reglas.
Habrá quien diga que las fechas de las elecciones provinciales son resorte de las provincias y que superponerlas o no con las elecciones nacionales es legal.
Verdad a medias. Hay dos provincias cuyas constituciones prohíben expresamente la simultaneidad: Tierra del Fuego y, para elecciones ejecutivas, Chaco. En Corrientes la Constitución lo impide en forma indirecta (vía cronograma). En muchas otras el desacople está legalmente permitido y fue implementado varias veces (por eso en 2003, año record, se desacopló de la elección nacional la mitad de las provincias, lo que generó que en el país hubiera catorce fines de semana electorales).
Pero el caso sobre el que tal vez más abunda el malentendido es el principal, la provincia de Buenos Aires. Acá reaparece el tema de la costumbre. Porque la provincia de Buenos Aires nunca desdobló. Si lo hiciera, lo que requeriría de una ley modificatoria de la ley electoral vigente, no sólo sería la primera vez, significaría una hecatombe sobre las tradiciones electorales argentinas. Debido a que tiene el 37 por ciento de los electores de todo el país (la siguiente provincia es Córdoba, con 8,69 por ciento) el impacto de una elección provincial independiente sería mayúsculo. Romper tradiciones nunca es inocuo. Que hoy no se sepa a quién favorecería el desdoblamiento y a quién perjudicaría no quiere decir que no vaya a haber efectos.
Algunos especialistas sostienen que a diferencia de lo que sucede en las demás provincias, en la de Buenos Aires el elector promedio no discrimina con facilidad a la nación de la provincia en cuanto al origen de los servicios que recibe. Desdoblar -posibilidad que hoy se asocia con la intención del kirchnerismo de buscar refugio en la provincia ante una posible derrota nacional- tendría bastante de aventura, porque no se conocen formas de medir una situación tan carente de antecedentes.
Se supone que el gobierno central tiene predicamento suficiente frente a las provincias para inducirlas en uno u otro sentido. Por ejemplo, para unificar lo más posible las elecciones como lo han hecho muchos presidentes, cosa que, política al margen, facilita la logística, ahorra recursos públicos y evita fatigar a los electores. El problema es cuando el predicador se vuelve débil, casualmente la misma razón política por la cual varias provincias oficialistas tienden a querer distanciarse de él.
Todavía no se sabe cuántas terminarán siendo las provincias que desdoblarán las elecciones de 2023, pero eso también es atribuible a la orgía de incertidumbre que envuelve todo. Hablar de separar elecciones hasta puede sonar extravagante cuando no hay hipótesis claras del devenir político, económico y social. Pero si el año electoral arrancara en cascada en marzo y las provincias desdobladas fueran una decena, el clima electoral podría terminar precipitándose hacia el segundo semestre de este mismo año.