Desde Alabama, un fallo para enmarcar en los tribunales argentinos
Un alegato inspirador frente a una cultura judicial cada vez más dominada por las chicanas y las trampas procesales
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Cualquiera que se acerque con lupa o microscopio a un expediente judicial podrá ver un reflejo de la degradación y las miserias argentinas. Hay excepciones, por supuesto, pero muchos son un verdadero compendio de deterioro intelectual, de atajos y pequeñas trampas, de ineficiencias, de chicanas burdas, de mezquindades y de golpes bajos. La Justicia, como otros servicios esenciales, es un espejo en el que se refleja la crisis material, pero también ética, que afecta al país en muchas dimensiones.
Si hiciéramos el ejercicio de tomar un expediente al azar, sea del fuero y de la jurisdicción que sea, es muy probable que nos encontremos, en el módico tamaño de una hoja de papel, con algo bien parecido a una cancha embarrada. Lo saben los jueces y los abogados, pero sobre todo los millones de ciudadanos que tienen que lidiar, de un lado o del otro del mostrador, con los avatares y miserias del servicio de justicia. Así es como al leer las noticias nos sorprendemos con hechos como estos: la causa de los cuadernos recién llegaría a juicio oral casi ocho años después de que los acusados confesaran el pago de sobornos; el funcionario que adulteró la escena del crimen de Nisman fue imputado por esa acción temeraria cuando ya pasó una década. Un homicidio como el de Nora Dalmasso tiene un giro impactante a 18 años de ocurrido, y por la desaparición de María Cash se detiene a un sospechoso 13 años después.
Las explicaciones pueden variar en uno u otro caso, pero en todos hay un hilo conductor: la mezcla de inoperancia con chicanas procesales que enredan, traban y dificultan los procesos a extremos que conspiran contra el valor elemental de la justicia. Todo queda camuflado detrás de maniobras leguleyas que encubren lo que un encumbrado magistrado bonaerense describe, con lenguaje llano, como “bilardismo jurídico”: una idea resultadista en la que no importan las buenas prácticas ni las reglas sanas del derecho, sino las mañas para anestesiar las causas, demorar informes y peritajes, buscar la prescripción y no discutir las pruebas ni los hechos, sino enredarse en un laberinto enmarañado de jugarretas procesales y artificios rituales para ganar tiempo y sepultar la verdad.
No hay justicia, por supuesto, sin procedimiento y sin garantías. Pero una cosa es eso y otra la práctica, cada vez más extendida, de ensuciar el expediente. Muchos abogados “venden” una especialidad en esa materia. Pero si han podido avanzar y tener éxito ha sido por la indolencia, la complicidad o la ineficacia de jueces que, por acción u omisión, consienten esa suerte de juego tramposo en la práctica tribunalicia.
En ese paisaje, un político argentino con reconocida solvencia y trayectoria jurídica, que además prestigió durante años el Consejo de la Magistratura de la Nación, se topó, casi de casualidad, con un fallo muy reciente de un ignoto juez norteamericano que hoy circula como una curiosidad o “una perla” en algunos ámbitos del derecho. Es un fallo breve sobre una cuestión menor. Pero constituye una verdadera cátedra de sentido común, y es una demostración del liderazgo y la autoridad que debe ejercer un juez.
El disparador fue una cuestión de mera forma y de aparente irrelevancia: el representante legal de la parte demandada pidió que se le concediera una prórroga del plazo para contestar la demanda. Pero el abogado de la demandante, en lugar de aceptarlo sin vueltas, condicionó su consentimiento y procuró sacar ventaja del incidente procesal. Entonces intervino Robert David Proctor, un magistrado de 64 años que, según la breve biografía de Wikipedia, se formó en la Universidad de Tennessee, ejerció la abogacía en forma particular desde 1987 y asumió en 2003 como juez del distrito de Alabama. Su dictamen no tiene desperdicio, de manera que vale la glosa textual, según la rigurosa traducción de Jaime Arrambide:
“En general no existe ninguna buena razón para oponerse a una prórroga como esta, y mucho menos para denegarla. La regla de oro –actuar con los demás como nos gustaría que actúen con nosotros– no es solo una buena regla general para la vida cotidiana, sino también un componente fundamental del profesionalismo en el ámbito legal. Lamentablemente, en los últimos años el cumplimiento de esa regla se está volviendo cada vez más infrecuente en los litigios judiciales. Es hora de revertir esa tendencia, aunque solo sea en esta causa.
“La condición impuesta por el abogado de la demandante para acordar una prórroga resulta totalmente inapropiada. Semejante sinsentido hace perder tiempo, daña las relaciones profesionales y deja al abogado que niega o condiciona el consentimiento en un lugar mezquino y poco cooperativo. Los jueces esperan, y con razón, que los abogados manejen cuestiones procesales menores, como las prórrogas, sin conflictos innecesarios, y negarse a hacerlo es una falta de principios.
“Además, condicionar o denegar de esta manera el consentimiento a una prórroga también es un sinsentido por otra razón: rara vez redunda en una ventaja estratégica legítima. A todos nos ocurren retrasos imprevistos, y la verdad es que la cortesía profesional no cuesta nada. Por el contrario, fomentar un clima de buena voluntad aceptando prórrogas normales incluso podría beneficiar al abogado más adelante en la causa, o en futuros tratos con el abogado de la contraparte. El trabajo del tribunal es evaluar si un caso tiene sustento, no navegar en un mundo de tecnicismos. Rechazar una solicitud de prórroga tan razonable huele a juego mezquino. El profesionalismo exige que los abogados elijan sus batallas sabiamente, y las solicitudes de prórroga usuales no son el lugar donde plantar bandera.
“La oposición del abogado de la demandante no tiene fundamento y por esa razón SE CONCEDE el pedido de los demandados…
“Además, el tribunal ORDENA que a más tardar el 31 de diciembre de 2024 los abogados, tanto del demandante como de los demandados, vayan a almorzar juntos. La cuenta la pagará el abogado de la demandante, y el abogado de los acusados dejará la propina. Durante el almuerzo, las partes discutirán la forma de actuar de manera profesional durante el resto de este caso. Dentro de los diez (10) días posteriores al almuerzo, las partes DEBEN presentar un informe conjunto que describa la conversación que tuvo lugar durante el almuerzo y el monto de la propina dejada.
HECHO y ORDENADO el 26 de noviembre de 2024.
FIRMA: R. DAVID PROCTOR – Juez de distrito
En un país como la Argentina, donde la Justicia luce degradada y muchos jueces y abogados se hacen famosos por cantarles canciones de cuna a los expedientes y embarrar causas para que no lleguen a nada, el fallo del juez Proctor podría leerse como un alegato inspirador. Les recuerda a los abogados, pero también a la sociedad, la importancia de hacer lo que se debe, más allá de lo que permitan o habiliten los recovecos de las normas procesales. Es un alegato a favor de la esencia y la sustancia de las cosas. Tal vez merezca ser enmarcado y colgado en algunos recintos tribunalicios, donde clientes y abogados suelen aplaudir las mañas que demoran y “pisan” los expedientes.
Con un estilo y una elegancia que podrían considerarse típicos de la cultura anglosajona, el magistrado de Alabama reivindica valores que trascienden cualquier diferencia entre sistemas judiciales: la lealtad profesional, la buena fe y el juego limpio, pero también el sentido común. Exhibe, además, algo que acá no abunda: el liderazgo de un juez dispuesto a jugar su papel y a poner las cosas en su lugar. Lo hace sin timideces ni formalismos, sin ampararse en ese lenguaje anquilosado y pacato que suele encubrir actitudes timoratas o inconfesables. Es una autoridad que en la Argentina han resignado los jueces, pero también los docentes, los padres y las instituciones en general.
El fallo impone, también, la búsqueda de entendimientos a través del diálogo: otra rareza para una sociedad como la nuestra, en la que parece mal visto que los adversarios se sienten a una misma mesa.
En una carilla y media, en definitiva, este lejano juez de Alabama ofrece una lección que podría servir para un país como el nuestro, necesitado de fair play, de sentido común, de diálogo y de sensatez. Muchos jueces argentinos podrían sentarse a almorzar con el doctor David Proctor. Harían bien en pagar la cuenta y la propina.