Desconcertada. Un saltito al vacío
La distancia entre improvisación e irresponsabilidad no suele ser evidente, y una maratón es ocasión para ponerla a prueba
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Improvisar tiene mala prensa. Y, en un país como la Argentina, donde un ministro asume un día, se levanta a la mañana siguiente y decreta, sin mucha ciencia, el fin de la pandemia que revolucionó la vida de todos, también tiene mucha prensa. La improvisación es norma y la mala fama la acompaña en todo su caudal argentino.
Gobernar demanda más planificación que improvisación en la Argentina, África, Europa o Asia. Se haga así o no, el riesgo de tomar decisiones que afectan la vida de millones de personas sobre el momento y sin preparación alguna es demasiado grande y tangible. Es una cuestión de resultados y credibilidad.
Noviembre, por ejemplo, se encargará de contarnos si el fin de la pandemia es tan real que mereció que se terminaran las restricciones súbitamente, a partir de este fin de semana. La curva de contagios y su trayectoria serán ya el mes próximo lo suficientemente elocuentes para determinar si la decisión (improvisación) fue acertada o no y si otras determinaciones similares de este gobierno contarán entonces con confianza. Ahora bien, ¿es siempre tan cuestionable la improvisación? (¡Por favor, que no se enteren de esa pregunta nuestros gobernantes!)
¿Qué pasa cuando nos enfrentamos a un flamante amor, a un cambio de profesión, a la maternidad, a un nuevo aprendizaje, a una relación diferente? ¿Acaso no necesitamos partes iguales de arrojo e improvisación para empezar, transitar y mantener el curso de una nueva aventura vital y para desafiar el magnetismo y la tediosa comodidad de lo conocido?
Qué pasa cuando nos enfrentamos a un flamante amor, a un cambio de profesión, a la maternidad, a un nuevo aprendizaje, a una relación diferente? ¿Acaso no necesitamos partes iguales de arrojo e improvisación para empezar, transitar y mantener el curso de una nueva aventura vital y para desafiar el magnetismo y la tediosa comodidad de lo conocido?
La pandemia fue tanto una epidemia de coronavirus como de frustraciones. Proyectos, sueños, aspiraciones, todo se deshizo en el momento en que la vida entró en pausa por el virus. Tanta parálisis incluso limitó aquello que, casi siempre, nos enfrenta a la necesidad de improvisar, para bien o mal: el azar.
Con ese azar me topé hace apenas unas semanas a través de una pantalla de computadora. Una tarde de septiembre, cuando languidecía la campaña electoral y la redacción se daba el lujo de desacelerar, traté de hacer lo que tanto había esperado durante un año y medio: inscribirme en una carrera. Los organizadores de la maratón y media maratón de Buenos Aires acababan de anunciar que, finalmente, ambas se realizarían. Mi meta serían los 21 kms; los 42 quedarían para otro año con más entrenamiento.
Traté una vez de inscribirme, página caída. Traté dos veces, página caída. Traté tres veces, página caída. Enojada, me metí en la página de 42 kms; con un click ya estaba inscripta. “Claro, quién va a querer correr una maratón después de tanto tiempo de encierro y falta de entrenamiento. Nadie está tratando de anotarse –pensé, mientras me ganaba el desconcierto–. ¿¡Y ahora?! ¿Cómo hago para correrla? Falta menos de un mes.”
Me levanté rápidamente, caminé dos pasos al escritorio de Gail, mi jefa y amiga, y dije: “Acabo de cometer una locura, no podía inscribirme en la media maratón y me anoté en la maratón. Mi entrenador me va a matar,” le dije.
“¡Me parece espectacular!”, respondió ella, con la frescura de alguien que no sabe que la diferencia entre correr 21 y 42 kms es similar a la que hay entre trabajar 10 horas seguidas y hacerlo durante varios días en continuado y sin dormir. No es que el cuerpo se agote en la maratón, simplemente parece dejar de funcionar.
Tan improvisada fue la decisión que tardé cuatro días en decirle a mi entrenador lo que haría. Él ya me había desalentado hacía unos meses. “Correr en este contexto es un desquicio para el cuerpo”, me había dicho Jorge. Pero esta vez, cedió. “Tranquila, vamos a hacer que llegues”, me respondió, lacónico, cuando finalmente le conté.
“¡¿Tranquila?! –pensé ¡¿Cómo tranquila si no estoy entrenada!?”. Obsesiva de la previsión, la disciplina y el control, me agobiaba la idea de hacer algo sin planificar.
Un entrenamiento suave de maratón lleva, por lo menos, tres meses y muchos kilómetros semanales, algunas veces bastante más de 100. La preparación es, por momentos, impiadosa, no repara ni en el cansancio ni en el desgaste emocional.
Todo sea para alistar el cuerpo para los últimos 10 o 12 kilómetros, esos en los que las piernas tienen la liviandad y la agilidad de un poste de acero macizo y la voluntad cruje con cada paso. Se puede correr esa distancia sin haber entrenado, seguramente millones lo han hecho. EL riesgo no es la muerte, pero sí un cuerpo dolorido, quejumbroso y casi inerte durante semanas.
No será mi primera maratón, será la décima; algo de la carrera conozco. Pero los 42 kms son caprichosos y sorpresivos como las montañas y sus alturas: un día dan la bienvenida, otro no. Puedo anticipar sus trampas, pero sé también de sus misterios inesperados. Y, en estos años en los que la vida se achicó tanto, la maratón sin entrenamiento es mi pequeño salto al vacío, mi hora de disfrutar de la espontaneidad de la normalidad. No lo haré, sin embargo, sola.
“Flaca ¿en qué tiempo de la maratón te pusiste? Acaban de reabrir la inscripción y Pablo se va anotar para acompañarte los 42 kms”, me escribió, hace unos días, mi amiga Vale, anunciándome que su marido –otro obsesivo del control– se sumaba a la carrera de la imprevisión. En una semana, unas horas y 42 kms ambos sabremos si esa decisión fue improvisación o irresponsabilidad.