Desconcertada. Mi maratón con Obama
Como en la vida, en una carrera el éxito no es tanto una cuestión de reconocimiento público sino de discreta entereza
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La maratón empieza como la vida. Varios meses de estricto entrenamiento gestan el estado físico ideal para llegar a la largada. La salida está acompañada de ansiedad y alegría, y los primeros 10 o 20 kilómetros transcurren con comodidad y expectativa. Como en la infancia o la adolescencia, el futuro –en este caso, los siguientes 22,19 kilómetros– está lleno de promesa y confianza. Y luego todo se complica.
Antes fresco, el cuerpo comienza a toparse con sus límites; el cansancio endurece las piernas, acelera la respiración, rebela al estómago. Antes seguro, el espíritu se desconcierta y se convierte en una calesita de estados de ánimo. Los kilómetros pasan, pero la llegada parece cada vez más lejana. Como en la adultez, las dudas condicionan el recorrido: “¿podré llegar?”; “¿lo haré en tiempo?” Y surge, claro, la pregunta que todo maratonista alguna vez se hizo: “es domingo por la mañana ¡¿qué hago corriendo en lugar de estar desayunando en la cama?!” Esa duda nunca me asaltó. No porque sea un robot sino porque mi placer por correr es inversamente proporcional a mi talento: muy grande. No siempre fue así.
Comencé a correr hace dos décadas, cuando mi hermano Juan sufría de síndrome de Guillain-Barré. Estaba paralizado y yo quería ser sus piernas. Primero troté diez minutos y mis pulmones de fumadora dijeron basta. Pasaron los años y los kilómetros y llegó la maratón.
En ese momento, mi deporte era el squash, una disciplina racional y explosiva. Irónicamente, mi cabeza aceptaba un reto cerebral, el de la estrategia en la cancha, pero no otro, el de tolerar las derrotas. Cada caída detonaba una lluvia de autorreproches.
Éxito o fracaso, ninguno debe alterar el carácter. Si Obama llegó a la Casa Blanca con ese leitmotiv, ¿por qué no habría de ayudarme a mí a completar una maratón?
Era 2008 y, en mi vida paralela, la de periodista internacional y no la de deportista de entrecasa, debía cubrir las elecciones de Estados Unidos. Barack Obama era la gran sorpresa de la campaña, un político sin más logro que un período en el Senado pero que cautivaba e intrigaba al mundo. “¿Cuál es su secreto?”, le pregunté, en plena campaña, a un dirigente demócrata muy cercano al entonces senador. “Es fácil. Obama no se deprime ante los fracasos ni se agranda o excita ante el éxito. Nunca se desestabiliza y sigue adelante”, contestó.
Éxito o fracaso, ninguno debe alterar el carácter. Si Obama llegó a la Casa Blanca con ese leitmotiv, ¿por qué no habría de ayudarme a mí a completar una maratón?
Tomar prestado el motto fue una buena elección. Pasaron una, dos, cinco maratones. La inicial fue mediocre y recién la quinta fue la del objetivo cumplido. Opté por no celebrar, no quería traicionar ni a Obama ni a mi suerte. ¿Y si descansar en esos laureles me quitaba las ganas de mejorar con cada carrera, como había hecho?
Pero ni la vida ni las maratones son lineales o previsibles. Y tampoco lo son el éxito o el fracaso. Dos años después, volvía a Rosario a repetir mi logro. La previa indicaba que sería improbable. Dos días antes de la maratón desperté con fiebre, tos y congestión. Desoí a la médica y partí, no quería desperdiciar tres meses de entrenamiento. El domingo de carrera amaneció con lluvias, temperaturas cercanas a cero y vientos de 35 km/h y ráfagas de 50. Salud y contexto conspiraban.
Si me faltaba fuerza, me sobraba aliento. Mi entrenador Pablo y mi grupo habían viajado para acompañarnos a mi amigo Sergio y a mí. Con todas las dudas que nunca había tenido corriendo, largué. En el kilómetro 5, mis pulmones estaban extenuados y mi esperanza de que el clima mejorara, extinguida. Continué hasta el kilómetro 11, donde me esperaba Tere, una amiga de pocas palabras y mucha lealtad, para correr conmigo el resto de la carrera.
“No puedo más”, le dije, sin saludarla. Nunca había desistido pero el día había llegado. “Corramos hasta el 21 y dejás ahí”, me respondió. Sin energía para hablar, obedecí.
“¡Ine ya estamos en el 25! ¡¿Ves que podés sin darte cuenta?!”, dijo Tere más de una hora después, y me sacó del aturdimiento de cansancio, gripe y frío que me dominaba. Seguimos. A nuestros costados, otros corredores abandonaban. Diez kilómetros después, nos esperaba otro amigo, el impasible Juanpi, para acompañarnos en el tramo final. Las gotas parecían piedras y el viento, una topadora. “¿Qué es más difícil? ¿Esto o el Aconcagua?”, me preguntó Juanpi. Quise insultarlo por querer hacerme hablar en pleno suplicio, no pude.
Esa mañana de 2016 abandoné el consejo de Obama y festejé no un logro, sino un fracaso. Otros hicieron, en esa carrera, sus marcas más rápidas. Yo no; yo hice el peor tiempo, pero fue mi mejor maratón
Era una táctica distractoria. Era el kilómetro 41,5 y los minutos que dediqué a maldecirlo en silencio fueron los que faltaban para la llegada. Crucé y me desmoroné en los brazos de Tere y Juanpi. El tiempo marcaba 35 minutos más de mi récord personal. Lloré por primera y última vez en una maratón, poco porque la hipotermia y el agotamiento me urgían a buscar refugio y calor.
Esa mañana de 2016 abandoné el consejo de Obama y festejé no un logro, sino un fracaso. Otros hicieron, en esa carrera, sus marcas más rápidas. Yo no; yo hice el peor tiempo, pero fue mi mejor maratón. ¿Será que el éxito no es lo que aparenta? ¿Será que llega cuando ya no lo esperamos, cuando la vida más complicada parece? Seguramente Obama tiene algo para decir.