Desconcertada. La velocidad de la vida
Además de oportunidad para afinar ritmo y respiración, las maratones son espacios privilegiados para la amistad
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Pocas acciones desnudan más la distancia entre lo que queremos y podemos que correr. Todo entrenamiento, toda carrera empiezan con un objetivo y terminan con un éxito o un fracaso y cada día nuevo trae la posibilidad de revancha o ratificación.
En mi caso no hay revancha, para tenerla debería nacer de nuevo; mi aspiración de mediana edad más que un objetivo es una fantasía. Yo quisiera ser Allyson Felix y Eliud Kipchoge a la vez. Quisiera tener la gracia y explosión de la atleta de pista más galardonada de la historia y la agilidad y resistencia del fondista más rápido de todos los tiempos. Ella corre 200 y 400 metros y él, 42km 195 m, distancias, cuerpos, talentos y entrenamientos tan antagónicos que son, prácticamente, deportes diferentes aunque involucren la misma actividad.
Para acercarme a mi fantasía, suelo probar con ambas disciplinas. Pero como maratonista tengo la resistencia de una velocista y como velocista, la explosión de una maratonista. La distancia entre querer y poder es, para mí, mayor que la que separa el polo Norte del Sur. Ser ambos a la vez es tan imposible como ser cada uno por separado.
La frustración, sin embargo, es fugaz. Apenas soy una runner recreativa y, como en la vida, todo amateur escucha lo que quiere y lo que puede y elige la velocidad que lo desafía pero también la que le queda cómoda y le permite llegar a donde busca, sea una carrera, una profesión, una relación.
La frustración, sin embargo, es fugaz. Apenas soy una runner recreativa y, como en la vida, todo amateur escucha lo que quiere y lo que puede y elige la velocidad que lo desafía pero también la que le queda cómoda y le permite llegar a donde busca, sea una carrera, una profesión, una relación.
La mía es una velocidad muy regular y también muy solitaria. Voy despacio y apunto lejos. Cuando alcanzo el ritmo que mejor se lleva con mis piernas, soy capaz de mantenerlo prolijamente por mucho tiempo, sin necesidad de reloj y solo con la ayuda del control de mi zancada y de mi respiración.
Conozco mi cuerpo… y también mi carácter. No soy simpática habitualmente y menos lo soy cuando corro. Es mi momento de reflexión, de ausencia de ruidos, distracciones y ocupaciones. Nunca pude ni podré entender a quienes corren como si estuviesen en una sobremesa, a pura charla. Esas son mis amigas; hijos, colegios, parejas, trabajos, vacaciones, ropa, viajes, política, economía, salud, series, libros, todo es tema de conversación mientras corren, sea una entrada en calor o una pasada.
Cuando comparto kilómetros con ellas, voy y vuelvo de la indignación a la admiración con la misma velocidad que Allyson Felix completa 200 metros, es decir un manojo de segundo. ¿En qué momento del día se dedican a pensar si viven hablando? ¿De dónde sacan aire para charlar y trotar a la vez?
Por eso casi ni corro con ellas y, cuando lo hago, voy a mi ritmo, varios metros adelante para no escucharlas. No quiero que me impongan ni su conversación ni su ritmo, tan diferentes ellos como nuestras propias vidas. Prefiero mi silencio y mi velocidad.
Pese a mi flagrante antipatía, cada vez que corro una maratón, todas se ofrecen a acompañarme un rato. En silencio, se turnan por tramos; algunas me secundan a lo largo de un kilómetro, otras a lo largo de diez. Correr 42 kilómetros pegada a alguien implica tener el mismo ritmo, compartir fuerza y resistencia, soportar similares sufrimientos y dudas. Ni la genética puede lograr eso. Sin embargo, a veces la amistad se le acerca.
Salvo que la pandemia lo impida, todos los años trato de correr una maratón. La de 2018 fue en La Pampa, la carrera de 42 km más plana y vieja del país. El año anterior había sido tortuoso para mi familia y ese recorrido fácil, llano y previsible era lo que yo necesitaba. No tenía intención de marcar mi mejor tiempo pero sí de disfrutar la carrera. Viajé con mi entrenador, Pablo; mi amigo Sergio, que también la correría, y mi amiga Vale, que me acompañaría en los últimos diez kilómetros de la carrera.
El día de maratón despuntó con condiciones perfectas: nublado, nada de viento, ni mucho frío ni mucho calor y apenas una llovizna como única molestia. Yo también amanecí en buenas condiciones, fuerte, descansada y alegre. Y así largué, la primera mitad salió a la perfección, en ritmo y sin dolores. Pero a medida que avanzaban los segundos 21 kilómetros, empezó el malestar.
Vale me esperaba en el kilómetro 32 y con algo de fuerza seguí. Pero en el 38 ya no pude más; como nunca antes, los mareos, las náuseas, la debilidad amenazaban mi carrera. Tan mal me sentía que, por primera vez en mi vida, decidí abandonar y simplemente me detuve.
“Val, no puedo más. Hasta acá llegué”, dije.
“No flaca, paremos un rato. ¿Comiste algo?”, me preguntó, percibiendo lo que sucedía. No suelo tener hambre en las carreras y me olvido de comer. Había llegado a ese punto sin combustible, mi cuerpo estaba por colapsar. Ella tenía, claro, los membrillos que como en las carreras y mi Powerade. “Comé algo y después seguimos despacito”, dijo.
Y así, despacito, seguí. Ella se adelantó un poco para avisarle a mi entrenador que yo apenas podía correr. Faltaba poco pero cada kilómetro era un suplicio; las náuseas persistían, las piernas parecían de manteca, el viento había empezado a soplar y hacía la llegada cada vez más lejana.
Unos 500 metros antes del arco de llegada, se sumó Pablo con mis sobrinos en una videollamada para darme aliento. Vale seguía al lado, en silencio pero constante. Cruzamos juntas. Después siguieron el abrazo largo, las sonrisas cansadas, el almuerzo lento y el regreso orgulloso a Buenos Aires. No compartimos ni recorridos ni velocidades, pero la llegada siempre nos encuentra juntas.