Desconcertada. El misterio del número 7
La imprevisibilidad de la vida, la enfermedad y la muerte, frente a la aparente certeza de los números
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La vida sería más fácil si tuviese la cartografía de una maratón: la largada, la llegada, el recorrido, los puestos de aprovisionamiento están predeterminados y son previsibles. Pero no. La vida se da vuelta, se altera, se reorganiza, desorienta, sorprende, sigue, se detiene. ¡Si sabrá el mundo cuánto se desordena la vida!
Eso nos pasó a todos en marzo de 2020. El mundo discurría por su camino habitual de agonías y alegrías y, de repente, se congeló ante una pandemia. Todos a casa y la vida en pausa, primero por unas semanas, después algunos meses y luego un año ¿O dos, o tres o cuatro?
El virus llegó para poner a prueba nuestras creencias más firmes y nuestros hábitos más rutinarios, para desdibujar el futuro. Todos buscamos, entonces, una forma de repeler el desasosiego.
La mía fue la de siempre, la que usé de chica, adolescente y joven: combatí la incertidumbre con la certeza infinita de los números. Me hundí en bases de datos; hice cálculos que antes se insinuaban imposibles
La mía fue la de siempre, la que usé de chica, adolescente y joven: combatí la incertidumbre con la certeza infinita de los números. Me hundí en bases de datos; hice cálculos que antes se insinuaban imposibles; memoricé muertos, contagios de países, ciudades, pueblos. Con la frecuencia de una adicción, busqué en las cifras pistas sobre un devenir que nunca había sido tan borroso.
Muchas veces las encontré. Pero me faltaron, también muchas veces, explicaciones para el presente. ¿Por qué el virus era tan despiadado con mis amigos jóvenes y sanos como había sido con los amigos de papá, más grandes y con más afecciones? ¿Por qué nos descolocaba con giros tan crueles?
La enfermedad es la antítesis del número. Ella es pregunta, ellos son respuestas. Ella trastoca todo lo que, hasta el momento que irrumpe con su sorpresa y fuerza, dábamos por sentado y nos confina a vivir con el final a la vista. Puede ser por un mes, como con el coronavirus, o puede ser por 23 años.
La primera certeza que una enfermedad me robó fue la del origen de la fortaleza. Suelo vanagloriarme de mi estado físico, de mi agilidad, de mi salud, provistos todos por décadas de entrenamiento. La soberbia reina hasta que recuerdo que la persona más fuerte que conocí casi nunca practicó deportes.
A mamá jamás la vi con zapatillas. No era que no las tuviera; papá o mis hermanos o yo le regalábamos de vez en cuando un par con la esperanza de que se las pusiera, se tentara y aceptara hacer algo de gimnasia. Nada, ni no, ni sí, solo indiferencia.
Vivía por sus libros, sus series británicas, su familia y sus amigos. Fumó, bebió, comió lo que no debía y su única concesión al movimiento fue caminar rápido cuando tenía que salir de casa o nadar un puñado de largos en el verano. A mamá le diagnosticaron el primer linfoma en 1996 y el último, en 2018. En esos 22 años, tuvo, en total, nueve linfomas, ocho operaciones, 65 sesiones de quimioterapia, 40 internaciones, 19 neumonías, un infarto de intestino y una quebradura de cadera. Con más de 37 de fiebre, yo me recluyo por días en mi cama. Mamá nunca se quejó, nunca se preguntó “por qué yo”, nunca habló de dolor. Soportó y desafió, una y otra vez, a la enfermedad con arrogancia de guerrera y disciplina de paciente perfecta, aun cuando las pesadillas de muerte la atormentaban por momento.
“Este no me va a ganar”, decía cada vez que el cáncer reaparecía.
“No, a usted no la va a matar el cáncer. La va a matar el EPOC”, le respondía, con tono de reto, su oncólogo y consuegro.
La fortaleza de mamá no venía de su físico; con el paso de cada año, se deterioraba un poco más. Venía, en todo caso, de su tozudez, de su devoción por los detalles de la vida, del cuidado de su marido, hijos, sobrina, amigas.
Ella, sin embargo, no era todo fuerza. En su rutina de enfermedad, tratamiento y amor, había lugar para el miedo. “¡Pasamos julio!,” festejábamos genuinamente todos cada vez que el año llegaba a agosto.
Nuestro pánico era que el frío del séptimo mes del año se ensañara con los pulmones de mamá hasta derrotar su voluntad y su obstinación. Había, además, otra razón, que mezclaba cábala y fábulas familiares.
Todos los títulos de las decenas de libros de mi abuelo escritor tenían siete letras. El siete es un número con fama. Es el número más mencionado en la Biblia, que lo acerca a la perfección; la matemática lo ensalza como a todos los números primos; la alquimia le otorga rasgos supernaturales; la psicología lo postula como el límite de nuestra memoria.
Y los números, como la enfermedad, también tienen sus dosis de capricho y misterio. Mi abuelo, mi abuela y mi tío murieron en el mes siete de diferentes años
Cada vez que un periodista o un admirador le preguntaba si esa construcción respondía a la religión, a la mística o a la matemática, mi abuelo contestaba que era un capricho; simplemente se le antojaba.
Y los números, como la enfermedad, también tienen sus dosis de capricho y misterio. Mi abuelo, mi abuela y mi tío murieron en el mes siete de diferentes años. Mamá, con una chispa de superstición que contrastaba con todo en ella, no quería seguir ese destino y temblaba cada vez que junio se apagaba.
Mamá excedió por lejos los 10 años de sobrevida que le pronosticaron cuando le diagnosticaron el primer linfoma, en marzo de 1996. Casi 23 años después, una madrugada de verano, se levantó al baño, se cayó y se rompió la cadera sana. Al día siguiente, la operaron y salió bien. Y el día después, mamá nos sorprendió a todos, tan acostumbrados nosotros a su supervivencia.
Ella y sus pulmones estaban cansados. Y mamá murió, como la pandemia nos hizo olvidar que se muere, en un cuarto de hospital, rodeada de todas las personas que la acompañaron en su enfermedad. No era julio. Era febrero. El 7 de febrero de 2019.