Desconcertada. El día en el que ya no pude moverme
Nada puede seguir igual tras conocer países como Ruanda, donde conviven la belleza y la memoria atroz del genocidio
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Corrí el día más feliz de mi vida y el más triste. Corrí en ciudades más grandes que países y en desiertos lejanos. Corrí en tempestades y en climas templados perfectos. Corrí extenuada y corrí descansada.
Corro, no importa cuándo, no importa dónde. Es la rutina que llevo a todos lados, la que me indica que, en el dolor más profundo, en la alegría más duradera o en la incertidumbre más aguda, siempre hay algo de normalidad y renovación, un rincón donde la vida es la misma de siempre y, a la vez, se renueva. Correr es orden y es oxígeno.
Pero un día ya no pude hacerlo más y dejé de moverme. No fue una lesión; fue una herida, y no mía. Fue la herida de millones de otras personas.
Dejar de correr ni se me había cruzado por la cabeza cuando embarcamos, junto a Susanita –una amiga y colega– y un grupo de productores y camarógrafos hacia África para filmar un documental sobre el genocidio de Ruanda, en 1994. Era noviembre de 2007 y el viaje incluía varias semanas y varias etapas, La Haya, París, Nairobi, Arusha y, claro, Ruanda. Mi valija cargaba prolijamente ropa y zapatillas para entrenar en frío otoñal de Europa y en el calor húmedo de África.
Arusha es la segunda ciudad de Tanzania, país pegado a Ruanda, y la sede del tribunal internacional que juzga los crímenes ocurridos durante el mayor genocidio de la segunda mitad del siglo XX. Los acusados eran en su mayoría hutus que, luego de décadas de odios y recelos étnicos, políticos y económicos, se lanzaron a la cacería y masacre de los tutsis, el otro pueblo ruandés.
Con machetes, mazas, armas de fuego o lo que estuviese a mano, mataron, entre abril y julio de 1994, a un millón tutsis. Fueron tres meses que, literalmente, diezmaron a Ruanda sin que el resto del mundo reaccionara.
Con machetes, mazas, armas de fuego o lo que estuviese a mano, mataron, entre abril y julio de 1994, a un millón tutsis. Fueron tres meses que, literalmente, diezmaron a Ruanda sin que el resto del mundo reaccionara.
Apenas llegar a Arusha, algo traté de entrenar, para no romper el orden de mi vida: un poco de yoga en la selva, ejercicios en el cuarto en silencio para no despertar ni a Susanita ni a su furia y unos kilómetros de trote alrededor del hotel.
Sin embargo, al tercer día, un testimonio en el tribunal cambió todo. Mukandoe era una joven embarazada, que, en pleno genocidio, buscó refugio en el campo, pero las milicias hutus la encontraron, la violaron, le abrieron el vientre, le sacaron el feto y la mataron. Nadie en la sala en la que su historia fue relatada pudo evitar las lágrimas, ni los jueces, ni los fiscales, ni los defensores, todos experimentados juristas venidos de otros países.
La del mundo fue, en 1994, la parálisis de la indiferencia. La mía, ese día de 2007, fue la parálisis del estremecimiento ante un tormento que jamás había visto –incluso si nuestra propia tragedia de los 70 había golpeado a mi familia–y comenzaba a descubrir.
La primera impresión de Ruanda fue desde el avión y tocar tierra no la cambió: si el paraíso existiese, tendría la fisonomía de ese país. Las miles de colinas tapadas de verde vibrante, la tierra roja y el cielo plomizo se combinan en una belleza asombrosa.
La del mundo fue, en 1994, la parálisis de la indiferencia. La mía, ese día de 2007, fue la parálisis del estremecimiento ante un tormento que jamás había visto –incluso si nuestra propia tragedia de los 70 había golpeado a mi familia–y comenzaba a descubrir.
Esa belleza, trece años después, contenía todavía la esencia del mal y expresaba la triste contradicción de Ruanda, paraíso e infierno a la vez. El mal ya no estaba en los miles de cuerpos pudriéndose en las calles de Kigali, la capital, o en las familias enteras asesinadas por sus vecinos. Estaba reflejada en la mirada vacía de los ruandeses, estancada en el horror y el miedo de 1994.
“Las cosas mejoran con los años, pero solo hace falta una cosita chiquita para revivir todo y hacerte volver a ese momento”, nos contó Jean Claude, en una tarde tan plácida como terrorífica era su historia. Sus padres, su hermana y sus dos hermanos fueron asesinados en el genocidio; él logró huir a Sudáfrica.
La mirada de Jean Claude era tan pesada y lejana como la de Seraphine, la guardiana de la iglesia de Nyamata, cuyas paredes aún estaban manchadas con la sangre de los 2000 mujeres y niños que buscaron resguardo allí pero fueron masacrados en menos de 48 horas.
El mal ya no estaba en los miles de cuerpos pudriéndose en las calles de Kigali, la capital, o en las familias enteras asesinadas por sus vecinos. Estaba reflejada en la mirada vacía de los ruandeses, estancada en el horror y el miedo de 1994.
Una, dos, todas las historias tienen en Ruanda el sabor del dolor, la melancolía y el miedo a la repetición, incluso si el país vive hoy una paz inducida por un gobierno de puño fuerte.
Ruanda no tiene ni el talento ni la devoción por el atletismo de sus vecinos ugandeses. Pero los ruandeses caminan y caminan; forman filas constantes al lado de las rutas, en las calles de pueblos y ciudades, en los campos. Ni un día pude imitarlos; estaba inerte. No era solo el estremecimiento, era la certeza de que moverme, correr, me devolvería a un orden que parecía ya trivial.
La sensación me persiguió a París y La Haya, las siguientes etapas del documental. Tampoco logré correr. Recién de vuelta en Buenos Aires, dos meses después, pude empezar a trotar. Pero el orden ya no era el mismo; era desorden, era certeza de que en la belleza habita el dolor.