Un ascenso en la montaña también puede ser una experiencia en la que se pierden prejuicios y se ganan amistades
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Nunca fui buena en los deportes. La ausencia de talento y el exceso de miedo, la torpeza y la falta de equilibrio conspiraron contra la gran pasión de mi vida y transformaron mi sueño de infancia –participar de un Juego Olímpico, en la disciplina que fuera– en pura fantasía.
Soy, sin embargo, perseverante y metódica. Y me conformo con practicar, con mucha regularidad y poco éxito, las disciplinas que me hacen feliz: maratón y triatlón. Al resto, desde el fútbol, el polo y el basquet hasta el tenis, el golf o el ping pong, los sigo por TV, a diario.
Hay dos deportes que no miro, el rugby y el box; no me gustan o no los entiendo o las dos a la vez. No comprendo, especialmente, al primero, ni en su táctica ni en su esencia. ¿Cómo puede ser que tirar a alguien al suelo sea una forma de avanzar? ¿Cómo puede ser que una actividad que se vanagloria de los valores de fraternidad y respeto sea el germen de tantos ataques contra aquellos que son diferentes?
Mucha contradicción, demasiada para mí. Y, antes que desentrañarla, me quedo con la primera y segunda impresión del rugby: el juego y sus jugadores son violentos; y sus tan proclamados valores, expresiones vacías.
Si el rugby está en el último puesto de mis deportes, uno en particular lidera el ránking. El montañismo es, para mí, el deporte total, no solo una actividad física, mental y emocional sino una forma integral de vida, de comunión con la naturaleza y el cuerpo, de descubrimiento y exposición del carácter –propio y ajeno–, de cambio de hábitos diarios.
Es también el escape perfecto de tiempos de locura, tristeza e incertidumbre. Así que con alegría casi pueril reservé, a fin de año pasado, mi expedición al volcán Domuyo, en la cordillera del viento, en Neuquén, para febrero.
No era mi primera montaña, le antecedieron muchas, bajas y bajísimas y altas y altísimas. Para no romper mi enemistad con el éxito, en ninguna de ellas logré hacer cumbre. Pero a veces una muletilla expone algo de verdad, y esos frecuentes fracasos jamás derrotaron mis ganas de volver: lo importante en la montaña no es llegar a la cima; es estar.
“Andá, esta vez vas a hacer cumbre, porque así vas a estar más cerca de mamá”, me alentó mi hermano Juan.
Mis amigos y mi guía de siempre tenían otros planes y yo desesperaba por silencio, soledad, naturaleza y reflexión; un nuevo grupo era lo que necesitaba. Cuatro días antes de partir a Neuquén, Tommy Ceppi, mi nuevo guía, me llamó para darme detalles.
“El grupo son cinco exrugbiers de Alumni y uno de Newman. Y vos –me dijo Tommy, él también ex rugbier casi con timidez–. Son todos muy tranquilos. ¿Te parece bien?”.
“Por supuesto, ni te preocupes. Me suelo llevar bien con todo el mundo. Además yo necesito silencio, no voy a conversar mucho”, dije. La mentira era igual de grande que el desconcierto. ¡¿Mi primera montaña tras los dos años más difíciles de mi vida y la tenía que compartir con un grupo de hombres que se la pasarían hablando de guindas, scrums y tacles?!
Cuatro días después, fui embestida en la puerta de mi hotel neuquino por un aluvión de sonrisas, y abrazos de seis hombres que me doblaban en tamaño y entusiasmo. Fran, Pitu, Abel, Coke, Iggy y Rama empezaban a adoptarme. Y yo a ellos.
La conversación comenzó apenas nos subimos a la camioneta rumbo a Andacollo. “¿Qué pensás de las agresiones en el rugby?”, arremetió Fran.
Inmediatamente les advertí que no solo pensaba tener largos momentos de silencio durante el viaje sino que no tenía intención de hablar de noticias. Fue inútil. La charla siguió, horas y días. Y pasó del homicidio de Fernando Báez, los tuits de Matera y la aceptación de que algo debe cambiar en el rugby a la curva de contagios y un debate sobre el expresionismo y el impresionismo en el arte.
Al llegar a la base del Domuyo, la charla dio paso a ciertos miedos, los suyos y los míos, que eran uno y el mismo: el temor a no hacer cumbre, a fracasar. Nos dimos aliento y exaltamos las virtudes de cada uno, casi con envidia. Yo, la fortaleza de todos ellos, capaz de soportar los legendarios vientos del volcán; ellos, mi experiencia en otros cerros. Y empezamos a subir.
El campo base, a unos 3000 metros de altura, nos recibió con mucho viento y frío, pero con dos carpas-domos sólidas y calientes. “Vos, Ine, vas a dormir con Iggy, Coke, Abel y Pitu en uno de los domos; en el otro dormimos el resto”, me dijo Tommy. Otra vez la cara de desconcierto, pero esta vez duró segundos.
No sé cómo fue la primera noche de mi vida con cuatro rugbiers en mi carpa. Me acosté antes que ellos y dormí 10 horas con placidez y la confianza de sentirme cuidada; solo escuchaba, desde la lejana profundidad de mi bolsa de dormir, chistes escatológicos y anécdotas de juventud. Un día después, teníamos la intimidad de una pareja… de cinco personas: charlas en ropa interior sobre la familia, el futuro y la cumbre.
Esa complicidad se trasladó al día de cumbre. Guiados por Tommy y Mauri Pareas, salimos a mitad de una noche quieta, llena de estrellas, ansiedad y emoción. Las ráfagas llegaron con el amanecer, con tal potencia que el viento me tiró dos veces; lo habría hecho otras tantas veces más si Coke o Fran no me hubiesen abrazado con fuerza.
A medida que avanzábamos mi energía se diluía al ritmo del viento helado que ya me había robado la sensación de las manos. Era la última, los chicos me habían sacado varios metros. Tommy me ató a él y, con paciencia, me guió en el tramo final, un filo deslumbrante y peligroso. Mientras me acercaba a la cumbre, los vi. Quietos. Charlando. Esperándome. Para dar los pasos finales y tocar juntos la cima.
Unas 15 horas después de haber salido, estábamos de vuelta en el campamento, agotados y exultantes. Yo, con la primera cumbre de mi vida, varios rugbiers en mi carpa, dos kilos, dos uñas y un prejuicio menos.