Desconcertada. Correr contra la muerte
Insistir en la práctica deportiva aun en medio de la devastación es un modo de confirmar que la vida continúa
- 5 minutos de lectura'
Si la memoria fuera un músculo, sería el más marcado de mi cuerpo. Corro dos o tres mil kilómetros por año y mis piernas lo muestran, pero lejos están de tener el cincelado de mi memoria.
Recuerdo lo que quiero y lo que no quiero. A veces el detalle es tan preciso que la memoria me atropella como una realidad en todas sus dimensiones y me estremece hasta las lágrimas, la risa o el ahogo. Algunos de esos recuerdos se repiten una y otra vez sin ser convocados. Lo hacen cuando la realidad se les parece.
De las varias tragedias que cubrí, la que más huella me dejó fue el huracán Katrina, en 2005. Seguramente la pandemia lo superará. Pero aún no llegó el bienaventurado momento en que el Covid-19 sea un recuerdo. Y, para sobrellevarla, una memoria de aquella destrucción me ayuda.
Entrar en Nueva Orleans fue descubrir el significado de desolación. Ya el viaje hasta allí había estado lleno de dificultades. Me había subido al avión con urgencia, pese a los ruegos de mi familia; mi sobrina menor acababa de nacer y estaba en terapia intensiva neonatal luego de una larga operación en la que colapsaron sus órganos. Más drama era innecesario.
La llegada a Jackson (el único aeropuerto habilitado en la zona) fue puro caos. Colas y colas para alquilar el auto, comprar alimentos y nafta extra, conseguir un chip de celular; hasta lo más básico fue una odisea. Los 300 kilómetros que separan la capital de Misisipí de Nueva Orleans tampoco fueron benévolos; árboles y torres de tensión caídos, rutas rotas y retenes policiales obligaban a buscar caminos alternativos.
Todo lo que me había parecido angustiante en el viaje se convirtió en una aventura infantil en el segundo en que Nueva Orleans me recibió. Los edificios habían sido reemplazados por montañas de escombros; las calles, por ríos; la vida, por muerte. Tal era la destrucción que, en ese momento, ya unos días después del paso de Katrina y de la rotura de los diques que inundaron la ciudad, no se sabía aún si los fallecidos eran mil o 10.000 o 20.000.
El vacío era vacío voraz: los que no murieron abandonaron la ciudad. Manejé desorientada durante más de una hora. Perdida, no sabía si estaba lejos o cerca del Barrio Francés, donde la Guardia Nacional había establecido su cuartel de campaña y donde había quedado en encontrarme con Jorge, un colega español. No había nadie a quién pedir indicaciones. El paisaje era uno solo, el de la destrucción que todo lo igualaba. Y de repente lo vi a él.
En esa gran nada, la primera persona con la que me crucé fue un deportista, un corredor anónimo. Vestido con shorts y musculosa azules y zapatillas nuevas, con su cuerpo de corredor y corte de pelo de marine, trotaba, abstraído, entre escombros que aún tenían olor a muerte
En esa gran nada, la primera persona con la que me crucé fue un deportista, un corredor anónimo. Vestido con shorts y musculosa azules y zapatillas nuevas, con su cuerpo de corredor y corte de pelo de marine, trotaba, abstraído, entre escombros que aún tenían olor a muerte.
“¡Qué frívolo! Hacer deporte entre tanto dolor”, pensé y me quedé mirándolo, desde el auto, tan absorta como estaba él. Cruzada un poco por el enojo y otro poco por el asombro, no me animé a interrumpir su trote. Di algunas vueltas más, llegué al centro y me reuní con Jorge.
Rodeados de carpas, trailers de cadenas de TV, casinos abandonados y hoteles averiados, allí pasamos varios días. De noche, dormíamos en los autos y, de día, narrábamos historias de supervivencia. Juntos rastreamos también al corredor anónimo. Su imagen me resultaba tan persistente como una pregunta: ¿hacer algo así de trivial en medio de la tragedia no es acaso burlarse de los muertos? No tuvimos suerte; nunca más lo vi.
Unos cuantos días después, agotados y en búsqueda de nuevas historias y de una cama cómoda, viajamos a Baton Rouge, capital de Luisiana. Tampoco tuvimos suerte con un hotel; todo estaba tomado por quienes habían huido del huracán. Dwayne, un policía al que le preguntamos dónde podíamos dormir, se apiadó de nosotros y nos ofreció un cuarto en su casa de los suburbios.
Nuestra primera tarde en lo de Dwayne fue también nuestro primer descanso. Mientras Jorge leía, yo hacía algo que nunca había hecho. Jugaba a encestar una pelota de básquet en el aro que Dwayne tenía en su garage. El teléfono me sacó, súbitamente, del esfuerzo de la puntería.
El deportista anónimo no se había burlado de nadie, no corría en medio de la muerte. Corría en contra de la muerte.
“Me acaba de llamar tu mamá”, me dijo mi jefa, Gail, sin saludarme y a mí se me paró el corazón. Había temido todo el tiempo una llamada con malas noticias desde la Argentina y, en un segundo, los dos dramas se juntaron, el personal y el de los devastados de Katrina.
“Tu sobrina está mejor. La acaban de sacar de terapia”, continuó.
Con alivio, lágrimas y una sonrisa, seguí tirando al aro. En la repetición, en el movimiento, en el desafío de la puntería, había una chispa de calma y confort en plena angustia e incertidumbre. Allí donde el presente era escombro y el futuro parecía imposible, el juego era un refugio de vida. Y ahí comprendí. El deportista anónimo no se había burlado de nadie, no corría en medio de la muerte. Corría en contra de la muerte.