Tiempo límite. Mientras los especialistas advierten que ya no se trata de romanticismo ecológico sino de supervivencia colectiva, toma fuerza el reclamo por construir nuevos modos de entender la vida y la productividad, que no arrasen el medio ambiente
Cuando los europeos llegaron por primera vez a la isla de Pascua, un islote en el medio del Pacífico, se sorprendieron por dos cosas: la presencia de los moais, esas estatuas enormes con cara de cantante de tangos de principios del siglo XX, y la ausencia casi total tanto de recursos naturales como de habitantes por fuera de unos pocos agricultores, que no parecían tener la capacidad de levantar semejantes construcciones de hasta diez metros y ochenta toneladas. La sorpresa fue tan grande que se apeló, y se sigue apelando, a argumentos esotéricos para explicar que esos pocos polinesios las hubieran construido. ¿Dónde estaban los constructores de estatuas?, ¿por qué casi no había nadie y no quedaba nada de la organización social que las erigió?
Lejos de platos voladores, la explicación más sensata, en cambio, es terrenal y humana, demasiado humana, tal como desgranó el biogeógrafo Jared Diamond en unas decenas de páginas de su libro Colapso. Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen. En breve, fue la destrucción ambiental que el homo sapiens generó en Rapa Nui, sobre todo la deforestación (Pascua era un sitio boscoso) y la eliminación de las aves, así como una estructura social que hacía que cada vez se consumiera más y que se diera una suerte de competencia por ver quién hacía la estatua más grande. Semejante dinámica exigía cada vez más madera y sogas, así como alimentar a los constructores: la labor de construir las estatuas incrementó un 25% las necesidades alimenticias de los isleños durante más de tres siglos.
"Los paralelismos entre la isla de Pascua y el mundo moderno en su conjunto son escalofriantemente obvios", escribe Diamond. Todos somos pascuenses que talamos árboles para construir moais más grandes, de algún modo exigidos por procesos sociales que parece imposible detener hasta que lleguemos al último árbol y quizá sea demasiado tarde.
A los hombres y mujeres de Rapa Nui les faltó desarrollo sustentable; no se trataba de dejar de construir sus estatuas, que eran parte de su forma de estar en el mundo, sino de hacerlas de menor tamaño o, incluso, limitarlas a la renovación natural de los recursos naturales: una por año, por ejemplo, para no agotar el crédito natural. Lo que durante tiempo, mucho tiempo en la escala de una vida, algunos siglos, los hizo florecer, también los condenó. Como dice Diamond, se pueden extraer lecciones de Pascua, así como del colapso de otras civilizaciones, si somos lo suficientemente astutos y dejamos de confiar en que algo sucederá de manera providencial y nos salvará. Es decir, no se puede seguir hasta la extenuación de los recursos porque, efectivamente, en algún momento ya no habrá más.
Pensar (y actuar) distinto
En ese sentido, ¿puede el desarrollo sustentable, justamente, sostenerse en el tiempo? ¿O el desarrollo, la competencia y la lucha por los recursos hacen que juntarlos con el adjetivo "sustentable" sea casi una contradicción en los términos? ¿Tiene sentido todavía hablar de desarrollo sustentable o la expresión se convirtió en una frase vacía, de marketing verde, y habrá entonces que modificar los conceptos para modificar la realidad? En todo caso, ¿de qué hablamos cuando hablamos de desarrollo sustentable?
"Hay un poco de todo en la definición. Ha sido un concepto ideado hace muchos años y dio lugar a una nueva categoría de pensamiento. Pero ha sido vapuleado y mucho de lo que incluía no se concretó", dice Andrés Nápoli, director ejecutivo de la ONG Fundación Ambiente y Recursos Naturales (FARN). "Yo sigo creyendo que se puede mirar el desarrollo de otro modo, no solo desde los indicadores económicos. Debe haber un desarrollo que respete la capacidad de carga de la naturaleza. Y que tampoco busque la uniformidad cultural: un desarrollo que no avance sobre otras culturas y formas de vida, como las de los pueblos originarios, sino que busque mejorar la calidad de vida sin arrasar la de los demás. Un desarrollo que tenga equilibro y calidad, y que coincida con la idea de que la naturaleza no va a responder siempre de la misma forma". Nápoli aún lo percibe como un concepto instrumental, si está basado en la conversación con quienes sienten los impactos del uso de los recursos. Y considera que hay resquicios para seguir trabajando sobre la crisis climática, la cuestión de los plásticos en los mares, los incendios por todos lados y las inundaciones.
En dirección similar va la idea de Gustavo Zarrilli, investigador del Conicet en la Universidad Nacional de Quilmes, que hace una cuenta matemática básica, pero que no parece tenerse en cuenta: los recursos no son infinitos. "El desarrollo sustentable capitalista se fundamenta en el crecimiento sin límites, lo que contradice su propio concepto, porque el crecimiento económico conlleva la explotación por encima de los límites de mantenimiento de los recursos naturales. El mundo es finito; a partir de eso es imposible pensar en un desarrollo infinito, y suponer que la ciencia todo lo resuelve es un concepto peligroso en el contexto de la política desarrollista y de una ciencia que en muchos casos resuelve problemas emergentes, pero genera otros de mayor envergadura", dice Zarrilli. Por eso, añade que "en otros términos, el concepto de sustentabilidad facilita entender que estamos ante un mundo con recursos naturales escasos y necesidades ilimitadas, una población siempre creciente, un desarrollo económico que ha venido dándose sobre la base de tecnologías ya obsoletas. Todo este panorama, que está ya generando efectos climáticos devastadores, nos ha llevado a comprender que existe una capacidad límite de sustentación para el planeta, y que nos estamos acercando rápidamente al colapso del ecosistema". Ahí entra la sustentabilidad, como un concepto valioso e integrador, "útil para los diferentes objetivos que se estén considerando; que tiene en cuenta a las diversas generaciones, y retoma la idea de concebir al ser humano como parte integrante de la biosfera."
Otro asunto que viene de la mano -y al que se refirió Nápoli- tiene que ver con el uso extendido del número mágico del producto bruto interno de cada país (PBI) para medir el éxito de las economías de las naciones. Es algo que instituciones como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo lleva años tratando de modificar, pero con escaso éxito: todavía se arman los presupuestos con ese indicador como una de las claves y los países se referencian entre sí incluso a la hora de compararse y agruparse en bajos, medianos o altos ingresos. El problema es que este índice no tiene en cuenta ni el desarrollo ni la sustentabilidad, sino el margen de productividad, más allá de todo daño a la población humana o a la naturaleza. Por eso se han propuesto otras opciones; por ejemplo, un índice de coherencia de políticas para el desarrollo, que incluye las huellas ambientales, los derechos humanos o el grado de militarización. Este tipo de perspectiva cambiaría la ubicación relativa de países como Estados Unidos y China, que por supuesto hoy son las dos principales economías del mundo y los trenes del desarrollo, pero no siempre están al frente de la sustentabilidad (se ha dicho, pero se repite: si cada persona del mundo consumiera lo que un norteamericano promedio, harían falta más de siete planetas Tierra para generar esos recursos; con su creciente poderío económico, China va en aumento también en ese sentido).
Como suele haber una disociación entre los discursos y la acción, conviene prestar atención a algunos ejemplos concretos de desarrollo sustentable. Pequeños, sí, como el que se lleva a cabo en la Argentina desde la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT), y que tampoco desprecian la rentabilidad. Es algo que se esfuerzan por comunicar ambientalistas y científicos del rubro: de acuerdo con su perspectiva -y en discusión con quienes señalan lo contrario-, los números dan; la gente se podría alimentar de otro modo, se podría vestir y educar de otro modo, sin que los cambios implicasen necesariamente una carestía mundial.
Sumar esfuerzos
"Si desarrollamos un modelo agroecológico basado en bioinsumos con materia orgánica, en pesos le sacamos dos o tres ceros a la inversión de los agricultores y no nos perjudicamos nosotros ni perjudicamos a las familias que nos compran", dice Rosalía Pellegrini, desde la coordinación nacional de la UTT. "Hay una experiencia en Jáuregui en ese sentido que, además, viene de la mano de la concientización. El proyecto contempla la implementación de colonias de abastecimiento urbanas, y que los vecinos que viven alrededor y no tenían acceso a alimentos sanos y a precios populares ahora puedan, además, visitar la colonia y conocer cómo se producen y quiénes producen esos alimentos", agrega. Lo cierto es que, más que un modelo cerrado o una solución definitiva, el desarrollo sustentable es una búsqueda de alternativas, y cada una de ellas tiene pros y contras. Sea la agricultura, la energía eólica o el tratamiento de plásticos, en todos los casos quedan preguntas abiertas a la discusión. La base teórica que proponen numerosos académicos e investigadores es que haya una relación entre el cese de las desigualdades, el respeto ecológico y el desarrollo. Y que venga con redistribución, no solo por altruismo, sino también por las razones más estrictamente egoístas: supervivencia a mediano y largo plazo. "Para recrear ambientes adecuados a las demandas del planeta es necesario generar estrategias que disminuyan las desigualdades existentes, que es lo que necesita, además, gran parte de la población mundial. El desafío es generar las condiciones; aunque las responsabilidades y compromisos deben ser del conjunto de las sociedades, determinados actores institucionales y empresariales tienen mayores deberes que el resto de la sociedad civil", según plantea Edgardo González, investigador del INTA y de la Universidad Nacional de La Plata. "En la actividad agropecuaria en particular es necesario, en primer lugar, concebirse como parte integrante del resto de las actividades y las necesidades de la sociedad civil, para poder entender cuál debe ser el papel protagónico del sector. Y, en segundo lugar, cambiar el paradigma en cuanto a criterios de crecimiento de la productividad".
Convendrá, en todo caso, detener procesos competitivos que llevan años con nosotros y no serían solo el resultado de un actual modo de organizar la producción mundial -aunque los haya multiplicado a la enésima potencia-, sino que parecieran ser parte de la esencia de los sapiens que salieron de África para conquistar el mundo. Quizás allí mismo esté la semilla de su propia destrucción. Pero -dicen- todavía hay tiempo para dejar de construir moais cada vez más grandes.