Desafíos que dejó el “Octubre Chileno”
En el centro de Santiago, justo donde nacen la Alameda Bernardo O'Higgins y la Avenida Vicuña Mackenna, se encuentra la Plaza Italia. Punto neurálgico de todos los encuentros populares de los chilenos. Allí celebraron los éxitos de la selección de fútbol bicampeón de América en 2015 y 2016 y se realizaron actos de campaña en cada turno electoral. Claro que ninguno de estos eventos llegó a reunir 1,5 millones de personas como ese viernes 25 de octubre, cuando las protestas tocaron su punto máximo.
Aquel verde característico del cuidado césped de Plaza Italia (hay pedidos para que pase a llamarse Plaza de la Dignidad) hoy está teñido del marrón que refleja la tierra pisoteada por cientos de miles y el monumento al General Manuela Baquedano sobrevive vandalizado tras el estallido social. La escultura de Virginio Arias fue rápidamente utilizada para lucir en su caballo las primeras leyendas que dieron origen a los grafitis que se expandieron velozmente como forma de protesta por todo Santiago. Aún en los barrios altos como Vitacura y Las Condes.
"Hoy Santiago es una ciudad grafitada", dice un vendedor de artesanías en el barrio Lastarria. Se pueden leer en cada pared o columna algunos mensajes como "La hora sonó y Chile despertó", "Ni olvido ni perdón a los Pacos asesinos", "Fuera Piñera", "La normalidad es el problema", y el que se usó como bandera a partir de que apareció una mañana escrito en inglés en la entrada del Hotel Cumbres: "Eat the rich" (comete a los ricos).
Estos son algunos de los grafitis que aún se leen por todo el centro. Claro, ahora acompañado por el pedido de justicia por los 26 muertos que dejó la represión, los 2000 heridos y más de 5000 detenidos.
Los rostros de las víctimas, que empapelan la ciudad, son más notorios en los alrededores del Centro Cultural Gabriela Mistral, el ex Centro Diego Portales, bunker característico de la dictadura del general Augusto Pinochet, donde se decidían los prolongados "Toques de queda" militares que volvieron a Chile durante las protestas, oprobiosamente en democracia.
Están los manifestantes que perdieron la vida y, también, los conocidos como "los tuertos": más de 400 chilenos tuvieron lesiones severas en sus ojos producto de los perdigones disparados a la altura de la cabeza por las fuerzas de seguridad y los gases lacrimógenos lanzados en forma de lluvia que caían sobre los rostros de los manifestantes. Hay un dato que perturba: 237 chilenos perdieron un ojo durante las protestas. La muestra más evidente es el caso de Gustavo Gatica, estudiante agredido por la policía uniformada durante la manifestación del 8 de noviembre, quien perdió la vista de ambos ojos luego de que Carabineros le disparara en la cara con un arma antidisturbios.
El "Octubre Chileno" o "La Revolución de Octubre", como pretenciosamente la llaman algunos, dejó muchos mensajes que apuntan a cambiar la sociedad chilena y a sus instituciones. Para comenzar, el gobierno de Piñera carece de apoyo popular, solo un orden institucional fuerte y la colaboración de la oposición han evitado su salida anticipada. Quizás porque nadie se beneficiaría con su renuncia, porque ningún dirigente o sector opositor lideró visiblemente una protesta extraordinariamente horizontal.
Carabineros de Chile, la fuerza que tiene a cargo la seguridad interior, gozaba de buena imagen y prestigio que dilapidó por su actuación en esos meses. Los "Pacos", como le llaman comúnmente los chilenos, quedaron en la mira de muchas organizaciones de DDHH.
Y dejó un saldo negativo para su economía: Se espera que en marzo el Banco Central informe que el crecimiento del PIB de 2019 será de un 1,2%, la mitad de lo proyectado antes del estallido social cuando se esperaba un crecimiento anual en torno al 2,5%. El de 2019 será el peor desempeño de la economía chilena desde 2009, cuando la Gran Recesión afectó a la economía del país trasandino.
Chile es un caso paradigmático: el ingreso per cápita, que llevó a un buen número de economistas a compararlo con Corea del Sur, nunca fue suficiente como termómetro del bienestar real. Por eso el mundo capitalista se sorprendió al ver que Chile, su "niño mimado", estaba desbordado por pedidos inaplazables de justicia social.
A esta altura, se puede decir que la protesta consiguió algunos resultados como paliativos, pero lejos de ser suficientes: el gobierno acordó un aumento del 50 % de las pensiones básicas solidarias para los mayores de 80 años, y de un 30 % para los que tengan entre 75 y 80 años. Además, se comprometieron a reducir a la mitad las tarifas del transporte público para los mayores de 65 años. En materia de salud, el presidente Sebastián Piñera anunció más inversiones y fijó precios máximos a los medicamentos.
Hoy la sociedad chilena transita una tensa calma mientras espera el plebiscito por la reforma constitucional del próximo 26 de abril. El llamado Plebiscito Nacional 2020 será un referéndum que tiene con el objeto determinar si la ciudadanía está de acuerdo con iniciar un proceso constituyente para generar una nueva Constitución y dejar atrás la carta magna que data de 1980, herencia de la dictadura pinochetista que la política en 30 años de democracia nunca modificó.
La clase política, que se vio sobrepasada por los pedidos de "más derechos" de parte de la ciudadanía, intenta encauzar los mismos, pero responde también desafiando a la sociedad a adquirir más obligaciones. De hecho, la baja participación en las últimas elecciones hizo rever el voto opcional y rápidamente el Congreso sancionó la ley de voto obligatorio que rige hace apenas unas semanas.
En esa dualidad, entre los derechos otorgados y las obligaciones asumidas, está el meollo de la cuestión de fondo para los chilenos. Si bien la sociedad ya consiguió abrir la puerta y sentarse en la mesa donde se debaten los nuevos derechos, como la educación pública gratuita, mejoras en el sistema de salud o reformas en el sistema de pensiones, ahora sabe que, para lograrlos, necesita comprometerse imperiosamente con aquellas obligaciones concernientes a la participación política y ciudadana. De ello depende que puedan erigirse en custodios de esos derechos si logran ser adquiridos. Y, básicamente, para que el proceso de reforma constitucional no diluya la agenda sobre desigualdad social, que fue el disparador de las protestas.
Ambos sucesos, derechos sociales y obligaciones cívicas, aún están pendientes y deberán transitar juntos el debate político para que sean posibles. Y esto, aún está por verse.