Desafío populista, prédica republicana y contrarrelato
“Lo que se ve es”, solía decir Abelardo Ramos, fundador de la izquierda nacional, cuando se refería al peronismo, movimiento al que consideraba motor de la transformación argentina.
Resulta interesante volver a ese concepto porque nos pone, una y otra vez, ante el desafío inalcanzable de una pretendida sofisticación, las más de las veces un esfuerzo vano: tratamos de encontrar la cuadratura del círculo y es posible que lo que esté fallando sea, precisamente, el punto de partida. Buscamos argumentos, tratamos de desarmar sofismas, le damos trompadas a la roca. Y volvemos a experimentar, repetidamente, el sabor amargo de lo inexplicable.
La semana pasada fue, por el dramatismo que condensó, una muestra muy representativa de esa paradoja. El intento de asesinato de la vicepresidenta ocurrido el 1° de septiembre puso en evidencia que no todo -por no decir, casi nada- tiene una explicación racional, minuciosamente calculada. Lo que se ve es.
¿Por qué el presidente Alberto Fernández no intentó, inmediatamente de ocurrido ese hecho trágico con final feliz, ampliar la base de sustentación de su gobierno? ¿Cuál fue el sentido de atacar a los partidos opositores y medios de comunicación cuando, de lo que se trataba, era de conseguir el mayor consenso posible para enfrentar el tembladeral que representaba un acontecimiento que ponía al desnudo nuestras fragilidades y peligros? ¿Qué sentido tenía, en lugar de llamar a la serenidad, azuzar las llamas con improvisadas teorías sociológicas acerca de los discursos del odio? ¿Por qué el ministro del Interior, el hombre que se supone debe negociar con las fuerzas opositoras, hizo tan desagradable e injuriosa comparación entre el peso de las pruebas que se acumulan en Comodoro Py contra la vicepresidenta y los titulares de los medios periodísticos que no reportan al oficialismo? ¿Qué necesidad había de que el jefe de la bancada de senadores del Frente de Todos, José Mayans, afirmara -sobre caliente- que no habría paz social mientras no cesaran las acusaciones judiciales contra su jefa? ¿A qué genio se le ocurrió semejante admisión de culpabilidad en tan inapropiado momento? ¿Fue, acaso, una iniciativa nacida en el despacho de la propia víctima del frustrado magnicidio? ¿Cuál fue la razón estratégica y política que motorizó la modesta misa de entrecasa, realizada el fin de semana pasado, con el pretexto de rogar por la paz, para terminar convirtiendo la Basílica de Luján en un local partidario? ¿Cómo es posible que la única ocurrencia del oficialismo sea practicar técnicas de autoayuda con el fin de sedimentar la mística en sus propios feligreses?
Si existe un plan, lo están disimulando muy bien. Los estudios de opinión pública lo demuestran con claridad: una enorme mayoría de la sociedad ve “gato encerrado”, incluso allí donde no hay fundamentos que lo sostengan. Pareciera que la sociedad no logra aceptar que la mayoría de los actos del poder son en verdad más el resultado de la improvisación, de la impericia y de la estupidez que de un maquiavélico plan de perpetuación. Lo cierto es que cuantas más demostraciones de fe realizan, menos confianza despiertan; simplemente, porque se cocinan en su propia salsa. Le ladran a la luna.
Basta repasar Por un populismo de izquierda, un pequeño manual escrito por Chantal Mouffe -muy cotizado entre camporistas y neosetentistas- para constatar que no hay sustento en el proyecto nacional y popular. En ese texto se esboza, con claridad meridiana, la esencia (o la no esencia, en realidad) de esta precaria teoría, tan en boga entre tiranillos latinoamericanos. “La estrategia del populismo -dice la viuda de Ernesto Laclau- no aspira a la ruptura radical con la democracia liberal pluralista ni tampoco a la creación de un orden político totalmente nuevo”. “Su objetivo -agrega- es la construcción de una voluntad colectiva, un ‘pueblo’ que pueda dar lugar a una formación hegemónica”.
No hay substancia en esas proposiciones. La base explícita de su razonamiento es que existe un “nosotros” y un “ellos”. De allí deriva la puja continua a la que nos somete el tacticismo dialéctico. Prejuicios en estado puro. Lo que se ve es.
Luchamos, por tanto, contra una creación fantasmal. Pueblo o antipueblo. Patria o muerte. El kirchnerismo es una cáscara vacía. La propia Mouffe explica la importancia que el nacionalismo popular le otorga a conquistar la voluntad de artistas, personas de la cultura y educadores. Su prédica no intenta convencer, sino afianzar las propias creencias. Hicieron una misa sectaria y autorreferencial porque la narrativa es la única especialidad de la casa. Así de simple.
Si los sentimientos no se discuten -nadie trata de explicar a un hincha de River las razones objetivas por las que le conviene ser hincha de Boca, o viceversa-, entonces ¿por qué quienes esgrimimos un discurso sostenido en la razón seguimos aferrados al debate de ideas? ¿Por qué necesitamos polemizar? ¿Por qué, incluso, esperamos que, más temprano que tarde, llegue el desencanto de los sectarios y que, finalmente, razón mate relato?
El profundo sentido de esa batalla (llamémosla cultural) es que, al contraargumentar, quienes nos aferramos al pensamiento nos obligamos a analizar y rever nuestras propias ideas. Al combatir al fanatismo, reafirmamos y ponemos a prueba nuestras propias convicciones. La prédica republicana ganó en estos años solidez gracias al ejercicio del contrarrelato. Nos obligó, y nos obliga, a revisar cómo se construye una sociedad plural, una sociedad con reglas que permita los disensos. No se trata de una misión evangelizadora (tarea condenada al fracaso, ya que los fanáticos son -como lo señalara el escritor israelí Amos Oz- “sentimentales irreductibles”). La tarea a la que nos obliga argumentar es la de generar un sistema de convivencia basado en reglas. Al hacerlo, combatimos, también, nuestra propia tentación autoritaria.
La fantasía de eliminar al otro es inherente a la condición humana. La violencia, la guerra, los ajusticiamientos fueron y son la consecuencia de actos humanos. No son -como enseñara Hannah Arendt- acciones ejecutadas por monstruos o seres extraordinarios, sino actos realizados por simples burócratas que dan rienda suelta a sus instintos. Solo si lo sabemos, lo aceptamos y lo reprimimos, ganaremos en humanismo y civilidad.
Por eso discutimos. Porque al hacerlo, nos repensamos, nos protegemos de nosotros mismos y protegemos a los demás. Esa es la razón de ser del debate público.