Deriva novelesca en la redacción
Entre las múltiples historias que integran Titanes del coco, la nueva novela del escritor argentino Fabián Casas (1965), está la que alude a la práctica del triping, esto es, la aventura de escalar edificios, saltar de terraza en terraza y mimetizarse como animales nocturnos dentro de la ciudad dormida. Uno de los protagonistas, Andrés Stella –joven redactor de un diario durante la década de los años noventa– recuerda los paisajes descubiertos en los descansos de esta práctica temeraria: "Un atardecer sobre unos techos inmensos en una zona vacía de la ciudad. Una escalada demencial saltando de una terraza a otra, cruzando ventanas iluminadas, patios altos repletos de ropa colgada, perros ladrando y pasadizos estrechos que llevaban a otros pasadizos y la vista desde las alturas de callejones mal iluminados".
Algo de este movimiento por saltos, de esta abrupta alternancia entre paisajes y perspectivas, define la escritura de Titanes del coco, o mejor dicho, lo que las voces que van apareciendo hacen del género "novela". Atravesada, sin duda, por la continuidad de una historia y de un sistema de personajes, la novela es a la vez un curioso conglomerado de pequeños capítulos con autonomía relativa, deudores por momentos del ensayo circunstancial (o "ensayito" como dice el narrador), de la narración de anécdotas, hasta de la crónica. La voz narradora, también, varía sin un patrón constante: la primera persona de Andrés Stella que aparece en el primer capítulo le cede lugar, luego, a una tercera persona omnisciente, la que a su vez puede alternar con el misterioso redactor de una carta-confesión o, hacia el final, con las voces de un viudo y el ex novio de una misma mujer, en un interesante juego de espejos entre dos hombres que añoran a una muerta.
Mesurado en estos juegos de experimentación –sin caer en ese engolosinamiento formal del puro gesto–, Casas logra así un efecto mosaico en relación con la historia, a la vez que les da aire a los impulsos fragmentarios de su escritura. La historia base ancla en la redacción de un diario porteño muy parecido a Clarín durante la época en que "todavía se fumaba en los diarios", cuando la dirección editorial encarga a Andrés una investigación sobre una eventual secta satánica que opera en una escuela de Boedo. El "caso Galarraga", apellido del líder de la secta (un preceptor del colegio), tiene un aire a la primera temporada de la serie True Detective, y si bien arma un cuadro inicial atractivo, su resolución no se consuma del todo en la novela. También irrumpen la historia del peruano Chumpitaz y su hermano Roy, vinculado al caso Galarraga y a la infancia de Andrés, así como la historia de amor entre Andrés y Blanca Luz, entre otras derivas de la narración.
Ahora bien, en los capítulos centrados en la redacción parecida a Clarín, diario en el que de hecho trabajó Casas durante varios años, llama la atención el reiterado uso de nombres en clave: algunos casi literales como Jorge Aluzino o Ezequiel Aleman, otros más librados a la imaginación como el de uno de los jefes, Robinson, o Tony Camarero, La Porota, La Giganta, El Sereno, El Flaco Pantera y La Garza, entre muchos otros. Algo de ajuste de cuentas con sus años de periodista en ese diario resuena en la novela, cuando Robinson sentencia jactancioso: "Eso es con lo que hay que acabar, flaquito, con los periodistas. Son lo peor del periodismo. Sueño con un diario hecho sin periodistas, pura música porque sí. Quizás el comienzo de una nueva era, ¿no?" O cuando el narrador afirma: "¿Qué quieren los de arriba? Eficacia por menos dinero. Basta de grandes relatos. Donde antes había cuatro periodistas, Robinson pone un pasante".
Con todo, Titanes en el coco no se reduce a esa catártica revancha en clave, sino que es, ante todo, un original triping literario sin rumbo definido, escrito con una prosa permeada de habla rioplatense.
TITANES DEL COCO
Fabián Casas
Emecé, 229 páginas, $ 159