Derechos y obligaciones: el debate de fondo que impulsa un juez de la Corte
¿Existe ciudadanía si no se asumen responsabilidades individuales y colectivas? Rosenkrantz se animó a poner en discusión lo que, a su juicio, es “un síntoma innegable de fe populista”
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Con sencillez, pero a la vez con coraje intelectual, el vicepresidente de la Corte, Carlos Rosenkrantz, le ha dado impulso al que tal vez sea el debate medular de la Argentina: ¿se puede concebir un país donde los derechos no impliquen obligaciones? ¿Es sustentable el dogma que sostiene que detrás de cada necesidad siempre debe haber un derecho? ¿Existe ciudadanía si no se asumen responsabilidades individuales y colectivas? Pueden parecer preguntas demasiado básicas, pero en la Argentina se han tornado indispensables.
El juez Rosenkrantz habló en un seminario internacional y se animó a poner en discusión lo que, a su juicio, es “un síntoma innegable de fe populista”. Se refería a la afirmación según la cual “detrás de cada necesidad siempre debe haber un derecho”. Podría ser una estrofa de la interminable canción de la demagogia política, si no hubiera moldeado, como lo ha hecho, el sistema de creencias de una sociedad. La balanza entre derechos y obligaciones ha perdido el equilibrio en la Argentina. Pero se ha entrado, además, en una fase casi irracional, en la que esas mismas nociones han quedado desdibujadas. En muchos casos se confunden derechos con privilegios, abusos o comodidades, mientras la idea de “necesidad” se ha hecho cada vez más laxa. Hay algo incluso peor: se disfraza de “derechos” a algunas distorsiones que, en realidad, son una trampa.
Cualquier sociedad civilizada, por ejemplo, reconoce el derecho a la educación. ¿Hay alguna en la que eso incluya pasar de año sin estudiar? ¿Hay algún modelo en el que no se exija un examen para ingresar a la universidad y en el que no haya que aprobar un mínimo de materias anuales para mantener la condición de alumno regular? Se los confunde con “derechos”, pero en realidad son excentricidades de un populismo argentino que no nació en este siglo, aunque sí se ha exacerbado. Cuando un alumno aprueba sin aprender, ¿se le reconoce un derecho o se le roba el futuro? ¿Se le hace un favor o se lo engaña y se lo estafa? ¿Quién dijo que los “derechos” no implican esfuerzos ni sacrificios? ¿Nadie reconoce el derecho de los estudiantes a ser exigidos? Tal vez sean interrogantes que deban ser incluidos en el debate de fondo sobre el futuro argentino.
Casi todos los Estados del mundo capitalista reconocen el derecho a una ayuda o subsidio por desempleo. ¿Hay alguno que reconozca el derecho a cobrarlo en forma indefinida y sin importar que el beneficiario busque o no busque trabajo? Los derechos laborales y gremiales son reconocidos en todas las sociedades capitalistas, ¿hay alguna en la que se reconozca el derecho a cobrar sin trabajar, como ocurre –sistemáticamente– en tantas reparticiones públicas de la Argentina? Los Estados suelen subsidiar a los que lo necesitan, ¿hay alguno que regale la luz y el gas de manera indiscriminada? Estas preguntas conducen a otra: ¿cómo le ha ido a la Argentina con su excéntrica manera de concebir derechos y obligaciones? ¿A dónde nos ha llevado la idea de que lo “gratis” no lo paga nadie? La respuesta es cada vez más dolorosa.
En medio de la degradación, la retórica oficialista menea otro eslogan con liviandad: “La ampliación de derechos”. ¿Se amplían realmente derechos a costa de achicar al país? Si en nombre de esa “ampliación” se aniquilan oportunidades de desarrollo productivo, de generación de empleo, de acceso a la vivienda y de progreso personal, ¿lo que se amplía no son las frustraciones? Hay verbos que se prestan a la sospecha: uno es “democratizar”, otro es “ampliar”. Una prueba puede encontrarse en la Corte, a la que se busca agrandar para reducir, en realidad, su independencia. Sería otra ampliación que encubre un achicamiento.
El problema, a esta altura, no es político, sino cultural. Cuando la dirigencia no se hace cargo de las responsabilidades que supone el liderazgo, contagia al resto de la sociedad. Hasta en el funcionamiento de las familias, la balanza se ha inclinado hacia los derechos y ha prescindido de las obligaciones. Se ha roto –como es sabido– el pacto tácito que funcionaba entre padres y docentes para la educación de los chicos. La confusión ha llegado al extremo de considerar que la exigencia vulnera “derechos”. Poner límites se concibe como algo autoritario; la disciplina ha quedado asociada a un régimen de cuartel. La norma se torna difusa, y hasta las cosas básicas (como la asistencia o la puntualidad) se ponen en discusión en la esfera doméstica. La escuela ha dejado de ser un sistema de reglas, como también lo han dejado de ser las instituciones en general. Eso, inevitablemente, permea en la convivencia social, donde también se debilita el sentido normativo.
Todo se conecta con un entramado cultural e ideológico en el que se devalúa la noción del esfuerzo personal y se practica la igualación hacia abajo. “¡¡No me vengan con el mérito!!”, insistió la semana pasada el Presidente. “Lo único que entendemos es una sociedad con derechos; no somos los que pensamos que el mérito mueve”. La claridad, decía Ortega y Gasset, es la cortesía del filósofo. Por lo visto, también del Presidente. Aunque quizás haya que tomarlo como una confesión.
Desde el poder se cree que las cosas no se ganan: se reciben. El que otorga es “el Estado”, en un juego que propone “ampliar la felicidad del pueblo” para encubrir el achicamiento de la autonomía ciudadana. Los costos son lo de menos.
A través de este túnel de confusiones, engaños y demagogia, se entra en la peligrosa dimensión del paternalismo estatal. Los “derechos” pasan a depender de la concesión o el favor gubernamental. El lugar del mérito lo ocupa “la lapicera” del puntero. El mensaje es que “no hay que esforzarse demasiado; el Estado proveerá”. Es una idea que alimenta una espiral de distorsiones cada vez más intrincada. No hace falta trabajar para vivir ni hacer aportes para jubilarse. ¿Quién lo paga? Es algo que sabrán las próximas generaciones.
La “ampliación de derechos” está a punto de arrasar con la cultura del trabajo, si es que ya no lo ha hecho. Comerciantes y productores encuentran cada vez más dificultades para conseguir gente que acepte un empleo en blanco. En Misiones, por mencionar un caso concreto, los productores de cítricos tienen problemas ahora mismo para levantar la cosecha: no encuentran mano de obra, porque aceptar un trabajo formal implica quedarse sin plan. Lo mismo les pasa a los hoteleros en las zonas turísticas: los empleados solo aceptan trabajos temporarios y en negro, para no perder el plan. Es un fenómeno que se observa en todo el país y en rubros muy diferentes.
En la Argentina de las distorsiones, la economía en negro también empieza a verse como “una necesidad” y, por lo tanto, como “un derecho”. Se alimenta así la anomia que describió el brillante jurista Carlos Nino en su obra Un país al margen de la ley. Los derechos sin obligaciones han destruido la educación y el Estado, pero le han regalado una colección de eslóganes al populismo. Tal vez sea hora de discutir si recuperamos lo que perdimos o nos quedamos con los eslóganes y vemos a qué etapa nos llevan de la decadencia nacional. Jugar con fuego se ha convertido, después de todo, en una pasión argentina.
El vicepresidente del máximo tribunal ha tenido la audacia de plantear este debate de fondo, y de pagar incluso los costos que siempre acarrea el coraje. Ha asumido la obligación de un hombre de Estado, que no tiene “derecho” a hacerse el distraído, a callar por comodidad ni a decir lo que la tribuna quiere escuchar. Es una actitud reconfortante, en una Argentina donde los liderazgos también han desertado de sus obligaciones y se han refugiado en sus supuestos “derechos”.
¿Hay derecho a desentenderse del futuro? El mayor peligro es que, de tanto ignorar las obligaciones, terminemos arrasando los derechos básicos.