Derechos incondicionales que están por encima de los planes económicos
Son las políticas públicas las que deben orbitar en torno al sistema de garantías constitucionales y no a la inversa
Los economistas tienen serios problemas para reconocer el significado de contar con derechos consagrados constitucionalmente, con carácter incondicional, universal e inviolable. Desde hace décadas sabemos que los derechos -todos los derechos- cuestan y que, por lo tanto, su grado de satisfacción depende de la fortaleza de la situación económica de un país. Sin embargo, en un sentido todavía más relevante, tales derechos son incondicionales, porque frente a la obligación de respetarlos la respuesta estatal que dice "vuelva mañana porque hoy no tenemos recursos", simplemente, no resulta admisible.
Gobiernos como la mayoría de los latinoamericanos, que han afirmado en sus constituciones fuertes listas de derechos, deben reconocer que tales derechos no son "poesía" ni representan meras aspiraciones del tipo "ojalá que se cumplan un día". Todo lo contrario: un gobierno jamás puede dejar de celebrar una elección alegando que "cuesta mucho llevarla a cabo". Ni puede cerrar una rama del Legislativo para "abaratar costos". Ni puede negarse a contratar a un traductor para que el extranjero entienda el juicio que se celebra en su contra porque "no tenemos dinero para todo". Ni puede negarse a construir una rampa para que los discapacitados accedan hasta las oficinas públicas porque "a fin de cuentas son sólo unos pocos". Ni puede clausurar los tribunales alegando que "mantenerlos abiertos nos resulta muy caro."
Les guste o no, los economistas deben aprender que, en un sentido fuerte, los derechos no dependen de los planes económicos, sino a la inversa. La admisibilidad o no de un cierto plan económico depende de su capacidad para asegurar el respeto de los derechos constitucionalmente consagrados y para garantizar progresivamente la satisfacción más plena de estos. De lo contrario, lo que corresponde es retirar a esos derechos básicos de la Constitución. Curiosamente, y por suerte, la realidad de todos los países civilizados (incluyendo, en primer lugar, a los países latinoamericanos) suele ser la opuesta. Esto es, cada vez que se ha reformado una Constitución, se ha tendido a afirmar y en todo caso a expandir, nunca a reducir, la lista de los derechos existente. Sea cual sea la razón última (virtuosa o no) que explica este hecho, lo cierto es que tenemos toda la razón del mundo para tomarnos en serio los derechos incorporados en el único contrato que nos une a todos -la Constitución- y reclamar el cumplimento de aquellos, mientras allí sigan residiendo.
Lo dicho resulta más complicado aún de lo que parece y, por lo tanto -tal vez-, todavía más difícil de aceptar para los economistas. Y es que, frente a las obligaciones constitucionales que tienen, los gobiernos no pueden decir, por ejemplo, "elijo este plan económico que, seguramente, en unos años permitirá que todos gocen de sus derechos de un modo más firme", si la aplicación de dicho plan implica, en la actualidad, que los derechos de una mayoría queden insatisfechos de un modo grave. Los derechos son inviolables e incompensables entre las personas o grupos (los derechos plenos de unos no pueden compensarse con la privación o reducción de los derechos de otros). La libertad infinita de que gozaba Idi Amin en Uganda, en su momento, no compensaba la falta de libertades que oprimía a todo el resto.
El buen vivir o la mayor seguridad de una mayoría ocasional tampoco justifican la tortura del "peor de todos" ni la expulsión de los "indeseables" de turno porque la mayoría no quiere convivir con ellos. Del mismo modo, el mayor bienestar de muchos no justifica que "por unos años los de abajo se ajusten el cinturón", si ese "ajuste del cinturón" implica la pérdida o no afirmación de sus derechos básicos: la salud, vivienda, educación, seguridad, etc., deben asegurárseles a todos. Por ello decimos que los derechos son universales: porque les corresponden a todos, blancos y negros, mujeres y varones, ricos y pobres, siempre y sin distinciones.
Las consideraciones anteriores no implican negar que vivimos en países con capacidades económicas limitadas. Todos los tribunales de derechos humanos reconocen, por ello, lo que denominan el "principio de progresividad", que determina que los Estados deben "procurar todos los medios posibles" para la satisfacción de los derechos de todos y cada uno, en cada momento histórico. Por supuesto, en ningún caso el "contenido esencial" de tales derechos puede afectarse. De allí que las constituciones modernas sean compatibles con modelos económicos muy diferentes, y de orientación opuesta, pero siempre que ellos aseguren el piso mínimo de derechos que les corresponden a todos.
Cierto modelo económico puede determinar que los bienes básicos sean dispensados solamente a través de la prestación estatal, y otros, abrir más la puerta a iniciativas privadas o a formas económicas mixtas. Ciertos programas pueden privilegiar el ingreso a determinadas facultades, conforme al mérito; otros pueden vincular el acceso inmediato a los hospitales de acuerdo con las necesidades o urgencias de los pacientes. Pero ningún programa puede considerarse autorizado si, en los hechos, determina que algún sector de la sociedad quede marginado del acceso a los derechos fundamentales.
Lo dicho hasta aquí tampoco importa negar la posibilidad de que, en momentos de crisis, encaremos sacrificios conjuntos, ni rechazar que los privilegiados hagan mayores esfuerzos que los más débiles, en los momentos difíciles, para salir de una situación de apremio. Pero, otra vez, esos sacrificios no deben implicar nunca que algunos -pocos o muchos- dejen de contar con sus derechos básicos asegurados. Puede resultar comprensible, frente a una crisis, que no construyamos un nuevo autódromo, dejemos de comprar el armamento más sofisticado, fomentemos el uso de fuentes de energía alternativas o recortemos las jubilaciones de privilegio. Pero, por supuesto, dicho momento de angustia económica no debe servir como excusa para cerrar las bibliotecas u hospitales públicos, y tampoco para impedir que algunos accedan a tales beneficios.
Finalmente, debemos reconocer que el esquema de derechos fundamentales consagrado en nuestras constituciones es el que debe organizar nuestras políticas públicas y no al revés. Son ellas -las políticas públicas- las que deben orbitar en torno al sistema de derechos, y por lo tanto son ellas las que deben ser escogidas, evaluadas y eventualmente dejadas de lado, conforme a su capacidad para asegurar a todos, hoy, sus derechos básicos. Las políticas son las que deben esperar, y no los derechos. El argumento según el cual la libertad de expresión, el sistema de justicia, el acceso a los hospitales, la educación para todos, el medio ambiente limpio, la no discriminación, el respeto a la diversidad cultural o las elecciones periódicas van a garantizarse o no, dependiendo del éxito que vaya a obtener el programa económico, no se encuentra disponible para ningún gobierno.
Constitucionalista y sociólogo