¿Denunciar o callar?, una disyuntiva recurrente en un contexto viciado
Las investigaciones que se siguen hoy contra el expresidente Alberto Fernández llevan a reflexionar sobre la permanente disyuntiva en la que se encuentra el funcionario público inmerso en un contexto viciado: ¿Denunciar o callar? ¿Alcahuete o cómplice? ¿Tomar protagonismo por el hecho ajeno revelado o mantenerse en el anonimato encubridor? ¿Asegurarse el presente sin sobresaltos o comprometer la responsabilidad personal en el futuro?
Sin nombrarlo, cualquiera bien informado se dará cuenta qué sector político hizo de ese dilema casi un leitmotiv, que prácticamente no dejó agente estatal libre de esa difícil encrucijada, obviamente como correlato de un esquema de corrupción a gran escala que no dejó milímetro del Estado sin salpicar. Pasó en la AFIP, la UIF, la OA, Vialidad, transporte, obra pública, en el ámbito judicial… ahora, también, sabemos que ocurrió en la Quinta de Olivos.
Conectado con ello, la única razón plausible que explica el silencio de los que al parecer sabían y callaron, puede explicarse, al menos en parte, por el tipo de inercia conocida como “dependencia del camino” (path dependence), que se refiere a la seguidilla de acciones que, “sin vuelta atrás”, derivan y siguen a la adopción de una decisión y que hacen cada vez “más improbable” alejarse del camino ya emprendido.
Esa “dependencia del camino” ocurre en la vida cotidiana en muchos casos, pero es muy común que suceda especialmente cuando una persona comete un ilícito, ni hablar en un contexto de corrupción estructural.
Su motor es la fe ciega en la impunidad que la propia estructura viciada garantiza al interesado que tiene asegurada, lo que interpela al propio sujeto a hacer lo que sus “compañeros/as de viaje” esperan que él o ella haga para que los/as otros/as no sufran un infortunio legal, y, como contrapartida, éstos/as le aseguran que harán lo que se espera de ellos/as, para que nadie caiga en desgracia. Es un acuerdo tácito pero obvio; la fortaleza de la fe es directamente proporcional al riesgo legal que se yergue sobre los creyentes. Si uno flaquea, caen todos.
Precisamente por ello, su combustible es la connivencia. En la medida en que cada involucrado tenga participación en algún hecho vinculado con la corrupción estructural, sin importar su importancia, sea como autor, partícipe o encubridor, la fe ciega en la impunidad se mueve hacia su objetivo último. Cuanto más connivientes haya, más fuerza de empuje tendrá la fe y mayor éxito habrá de alcanzar la dichosa impunidad prometida; paralelamente, más difícil también será encontrar a alguien que rompa el esquema anterior y denuncie. Si todos conniven, nadie denuncia.
Si ello ocurre, la solución la da el aditivo mejorador, que es la doble vara. Ésta puede ser, en el orden que se prefiera (o se necesite), primero, moral, después política, ideológica y partidaria, y llegado el caso, hasta legal y jurídica. La doble vara potencia la connivencia e impulsa la fe ciega en la impunidad porque tiene la fascinante capacidad de, por un lado, justificar las acciones propias y de los aliados (incluso las ilícitas, que hacen a la connivencia) y cuestionar las ajenas y, al mismo tiempo, inculpar y desincriminar (simultáneamente y con una precisión quirúrgica) los puntos claves de la verdad y la relación jurídico penal, conduciendo así a la impunidad.
Los recientes hechos poseen todos los condimentos de esta nefasta receta: una estructura viciada, atravesada por violencia de género; la disyuntiva moral/legal de callar o no; la inercia del tipo “dependencia del camino” derivada de lo primero que llevó a los funcionarios a restarle importancia al hecho y/o justificar al presunto autor, volviéndolos connivientes (ej. posible encubrimiento); mientras -en paralelo- la doble vara, ayer, les permitía validar dichas conductas bajo el tipo de razonamiento: “[aunque no denunciamos] no toleramos la violencia de género y la muestra es que poseemos un Ministerio de la Mujer” y hoy, los conduce a cuestionar, no el hecho en sí, sino a la denunciante, los periodistas, a la fiscalía y la justicia, poniendo en duda así -por vía oblicua- la realidad, sus pruebas y la mismísima ilicitud que rodea el caso.
Una de las fórmulas más novedosas y rebuscadas del aditivo mejorador (doble vara) es la que se configuró con la epifanía leguleya conocida como “lawfare”, trading topic en los círculos bien informados del quehacer Nac & Pop. La evocaron ellas/os mismas/os para deslegitimar los procesos judiciales seguidos contra imputadas/os que comparten su mismo espacio político.
Pero el nuevo caso que convoca el interés público es una encrucijada mortal para el “lawfarismo”. Si lo alegan ahora, con los hechos ocurridos en la intimidad de “la Quinta” y los negociados de “las quintitas” adyacentes, nadie creería que la citada “teoría” pueda ser real, sino -como fue siempre- una simple excusa con forma de “lance procesal”. Si no lo hacen, dejará por un momento de cuestionarse que el Poder Judicial actúa en forma independiente y por fuera de aquel paradigma... y la confianza en la justicia recobrará un inesperado vigor social.
Hagan lo que hagan, la justicia independiente, bien situada y coherente llegará.
Abogado, Magister en Derecho Penal de la Universidad de Sevilla (España)