Democracias odiodependientes
En el mudo resurgen líderes políticos con discursos de odio y desprecio. Discursos y propuestas abiertamente racistas, xenófobas, homofóbicas, se oyen en distintos puntos del planeta. Las democracias constitucionales observan perplejas el cultivo del odio a través de estos discursos y liderazgos. La historia conoce bien qué sucede cuando el odio funciona como fuerza política.
Como toda emoción intensa, el odio contamina la capacidad de pensar con razonabilidad y, por consiguiente, nos manipula. Por eso posee una enorme potencia para movilizar a mayorías enteras. El mundo lo sabe y también nos mostró las terribles consecuencias del discurso del odio, del racismo, de la xenofobia. Del rechazo a lo diferente.
Hoy más que nunca debemos recordar que la incitación al odio y la discriminación es lisa y llanamente un delito en numerosas legislaciones. En España, por ejemplo, el Código Penal sanciona con una pena de prisión de 1 a 4 años a quien públicamente incite, fomente o promueva el odio, la hostilidad o la violencia mediante expresiones contra ciertas personas, minorías o grupos discriminados.
Es decir que las expresiones que de forma pública incitan a la violencia contra personas o grupos determinados por motivos racistas, ideológicos, antisemitas, étnicos, religiosos, por su origen nacional, por su género, orientación o identidad sexual o por razones de discapacidad, por mencionar solo algunos casos, constituyen delito.
El Derecho pretende de tal modo proteger no solo el respeto al diferente y la dignidad de todas y cada una de las personas y de los colectivos, sino también a las democracias mismas, y para ello considera que quienes públicamente promuevan o inciten directa o indirectamente al odio y la discriminación estarán cometiendo un delito. Así lo establece el artículo 510 del Código Penal español. No estamos aquí destacando el valor de la pena en sí misma, sino los principios que inspiran esa política criminal. Se trata de un delito de peligro, es decir, que se concreta con la mera comunicación del propio discurso que contiene el mensaje de odio o discriminación hacia el otro, sin exigir la presencia de algún elemento más.
En la Argentina no está tipificado el delito de odio de forma autónoma; nuestro sistema penal no contempla tal delito, se limita a considerar al odio como una motivación agravante en la comisión de otro delito; por ejemplo, contra una mujer. Recordemos que con la sanción del femicidio se incorporó el odio como agravante, pero de otro delito: el asesinato motivado por la misoginia.
Otra diferencia con nuestra legislación la constituye confundir la incitación al odio y la discriminación con las injurias, las cuales además como delito penal fueron derogadas luego del fallo "Kimel" de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
De todos modos, las viejas injurias representaban un delito cometido contra el honor de una persona; en tal sentido, tampoco aportaban a la prevención del delito de odio en sí mismo, el cual no busca ofender, sino amenazar y poner en peligro a una persona o un colectivo determinado mediante la incitación a posteriores actos de violencia y hostilidad contra ellos.
No permitamos que el odio contamine nuestras democracias. No es una tarea fácil, porque el odio una vez que se instala, toma el control; se apodera y doblega la razón, bestializa. No dejemos que nuestras democracias se conviertan en odiodependientes. Ya sabemos adónde nos conduce eso.
Profesor de Derecho Constitucional (UBA) y Derecho Político (USI-Palacio Marín)