Democracia, crecimiento y equidad, una historia de desajustes
No hemos recuperado la brújula perdida a mediados de los 70, y con ella la noción de una “normalidad distributiva” para una arquitectura socioeconómica compleja cuyos endebles cimientos institucionales se postergan desde hace casi un siglo
- 6 minutos de lectura'
A 40 años de su instauración, el actual ciclo democrático argentino experimenta su segunda torsión política: la primera fue el terremoto de 2001, que sentó las bases de las directrices políticas hoy caducas y fragmentadas. Su gran tributario es Javier Milei, un economista excéntrico que, signo de los tiempos, comenzó su carrera en programas televisivos; luego, en las redes sociales, y desde allí a las masas.
Esta nueva flexión evoca los cambios madurativos de la democracia de masas a partir de 1983, pues desde la ley Roque Sáenz Peña en 1912 y hasta entonces se plasmaban en rupturas del orden institucional. Así ocurrió en 1930, 1943, 1955, 1962,1966 y 1976. De una u otra manera, cada etapa era una suerte de testigo institucional silente de un torrente profundo y contradictorio de cambios económicos y sociales locales e internacionales.
Así, Hipólito Yrigoyen arribó a la presidencia en plena recesión por la Primera Guerra Mundial, sucedida por los graves conflictos sociales de los años de la posguerra. Pese a su apariencia, el motor material de nuestra vertiginosa expansión desde las postrimerías del siglo XIX lucía sigilosamente exhausto pese a aparentar lo contrario. Un conjunto de factores volvieron a los años del segundo presidente radical, Marcelo T. de Alvear, tanto o más prósperos que los de la década anterior a la Guerra. Sin embargo, fue una bonanza efímera. En el ínterin, el hegemonismo radical se partió, y el retorno de un Yrigoyen anciano y enfermo coincidió con la Gran Depresión de 1929; poco después se consumó el primer pronunciamiento cívico-militar exitoso desde la unificación nacional en 1862.
También llegaban a su fin las inmigraciones en masa de ultramar transcurridas durante los 50 años anteriores. A continuación, y como en el resto del mundo, la economía del país se cerró induciendo el desarrollo de manufacturas sustitutivas de las inaccesibles importaciones con materias primas y mano de obra locales. La democracia se restituyó luego de un breve interregno dictatorial de designios totalitarios; pero las instituciones representativas retrocedieron en calidad como lo expresó la abstención del partido mayoritario, primero y el fraude selectivo de masas practicado en la PBA en 1937.
Trece años más tarde, una nueva fuerza popular emergía del seno del régimen militar impuesto en 1943 de la mano de su funcionario polifacético, el coronel Juan Perón. Un outsider al que las elecciones de 1946 lo condujeron a presidir un nuevo gobierno constitucional en medio de la fiebre alcista de nuestros términos de intercambio que se confundió como el regreso postergado por la crisis y la Segunda Guerra Mundial a nuestro lugar privilegiado como proveedor de alimentos.
El peronismo fundó una exigente ciudadanía social, pero estableció niveles salariales inconsistentes con la productividad de las industrias sustitutivas de importaciones. Bien pronto, el curso del comercio internacional terminó de revelar que aquel ciclo estratégico se había agotado. Y que como algunos hombres públicos lo habían diagnosticado unos años antes, un desarrollo industrial desordenado e ingenuo podía llegar a depararnos un conflicto distributivo de difícil resolución. El gobierno atinó a corregirlo sofocando su síntoma más acechante: la inflación. Pero sus medidas administrativas, luego de un cierto éxito inicial, lucían desgastadas en vísperas de su caída en 1955.
Durante los siguientes 17 años, y con el peronismo proscripto, los interregnos democráticos fracasaron en resolver esa herencia plasmada en ciclos trienales de reactivación y recesión. Finalmente, se probó “cortar el nudo con la espada” mediante un experimento autoritario de larga duración que solo atizó la violencia política y social. Se apostó, entonces, a encomendarle la resolución de la ecuación al propio Perón. Pero el anciano general se topó con un panorama que superaba su diagnóstico: el conflicto había devenido cultural, y se libraba en el interior de un Estado colonizado e ingobernable por los intereses cuya pugna quebró sus instrumentos fiscales.
Un nuevo experimento regeneracionista militar intentó aplacar la sed mediante los abundantes fondos financieros de un mundo de capitales líquidos, conjugados con un autoritarismo tan exacerbado como impotente para resolver la crisis del Estado. Y la mixtura con una apertura comercial de miras solo antiinflacionarias generó la serie de un espeluznante endeudamiento y una reestructuración económica de graves secuelas sociales. Todo quedó librado al azar y sin brújula, salvo durante efímeras ilusiones colectivas que abarcaron desde victorias deportivas hasta una guerra perdida y la restauración maratónica de la democracia en 1983.
La vertiginosidad de los cambios colocó a la dirigencia a la retaguardia de los acontecimientos. Con Yrigoyen, un tiempo se acababa con sigilo; con Perón nacía otro cuyos ribetes eufóricos incubaron un desacople intersectorial aún irresuelto. En 1983 solo había conciencia de la abultada deuda externa heredada del déficit militar. Recién con los años, el gobierno de Alfonsín advirtió menos por convicción que por necesidad que la profundidad de la reconversión socioeconómica requería de reformas que bajo diversas variantes estaban siendo emprendidas en todo el mundo. Pero solo se avanzó en el lanzamiento del Mercosur, que, luego de un impulso durante las décadas siguientes, se redujo a una unión aduanera.
Los brotes productivos del reordenamiento que relevó a la sustitución de importaciones quedaron ensombrecidos detrás del incendio hiperinflacionario que flanqueó en 1989 el tránsito del primer al segundo turno democrático. Entonces, por fin, se emprendieron las reformas que dieron comienzo a un ciclo de crecimiento interrumpido por una brutal depresión que culminó en 2001. Un tsunami que encendió otra fogata social que solo se pudo sofocar por un sideral reajuste cambiario atemperado por el prodigio de los precios no menos asombrosos de nuestras commodities por el impulso de una China integrada a la globalización.
Hasta mediados de los 2000, parecían resueltos tres dilemas del siglo XX: la democracia, la estabilidad monetaria y los déficits fiscales endémicos. Pero, como contrapartida, apareció un nuevo fantasma solo insinuado hacia 1983 y que estalló estruendosamente a raíz de las crisis de 1989/90 y 2001/02: la realidad de una pobreza social que perturba nuestro imaginario colectivo como sociedad móvil e integrada. El crecimiento se detuvo hacia principios de los años 10, y los viejos espectros de la inflación, el déficit y el endeudamiento, soterrados en los 90 y los 2000, resucitaron amenazando a la democracia, único bastión.
¿Cómo fue posible que en el transcurso de las dos etapas de crecimiento de esta democracia no se haya al menos estabilizado la pobreza? Las respuestas posibles abarcan desde la revolución tecnológica hasta su administración parasitaria por corporaciones políticas crecidas al amparo de la propia democracia. Pero hay otra razón cultural profunda: no hemos recuperado la brújula perdida hacia mediados de los 70; y con ella la noción bien enunciada por Pablo Gerchunoff de una “normalidad distributiva” para una arquitectura socioeconómica compleja, cuyos endebles cimientos institucionales se postergan desde hace casi un siglo. Sería el legado alentador de la inflexión política en ciernes tras 40 años de democracia ininterrumpida.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos