Del sueño de la integración a la realidad del Mercosur
Cuando las democracias de nuestra región renacieron de las sombras de las dictaduras militares, la Argentina en 1983, Brasil y Uruguay en 1985, se generó un contagioso clima de fraternidad y optimismo. Sentíamos entonces que, reconquistada la institucionalidad, el llamado del destino era impulsar nuestro proceso de integración, profundizar la comunidad de ideales que resplandecía y la identidad cultural de nuestras sociedades. El sueño que avizoraba el horizonte eran Europa y su comunidad. Si Francia y Alemania, enfrentados en tres guerras sangrientas y destructivas en el último siglo, podían unirse y levantar fronteras, ¿cómo nosotros no podíamos hacerlo?
Se tejió así una relación tripartita, de acuerdos progresivos que miraban hacia ese objetivo, y que, cuando se incorporó Paraguay, permitió llegar, en 1991, al Tratado de Asunción, fundacional del Mercosur. La idea entonces era ya más comercial, pero siempre fue clara: regionalismo abierto. Se lo dijo y escribió de todos los modos posibles. No nos uníamos para encerrarnos, sino para mejor competir en el mundo. No era una nueva fortaleza neoproteccionista, que corría los muros nacionales hacia un gran muro regional, sino un trampolín más fuerte hacia el mundo.
Hasta 1999, fueron ocho años de constante expansión. El 13 de enero de ese año, Fernando Henrique Cardoso tuvo que interrumpir sus vacaciones frente a un sacudón cambiario y amargó las nuestras, pues recibimos su llamada en la estancia Anchorena, de la presidencia de la república, para contarnos que estaban devaluando. Fue una tormenta. El cambio de precios relativos produjo un golpazo en las exportaciones hacia Brasil de Uruguay, la Argentina y Paraguay. Para Uruguay las ventas a Brasil eran el 34% del total (fue el 16% el año pasado, en un gran momento exportador).
A partir de allí el Mercosur se fue estancando. Luego vinieron los gobiernos Kirchner, muy poco cooperativos, que ni siquiera cumplían sentencias de arbitraje.
Esto fue generando una tensión en quienes procurábamos abrir mercados, y así estamos hoy, con un Brasil que ha bajado aranceles unilateralmente (luego internalizados) y un Uruguay que reclama libertad para negociar con China.
Allí se invoca la famosa decisión 32/00, que “reafirma” el Tratado de Asunción y el Protocolo de Ouro Preto, estableciendo que no se “podrán firmar nuevos acuerdos preferenciales” o “acordar” nuevas preferencias en acuerdos vigentes en Aladi. Más allá del debate jurídico sobre si carece de fuerza ejecutiva desde que ninguno de los Estados haya internalizado la norma, el hecho es que Uruguay ya hizo un TLC con México en 2003 como Acuerdo de Alcance Parcial de Complementación Económica N° 69 en Aladi. Nadie objetó esa circunstancia y este antecedente es muy importante a la hora en que Uruguay ha comenzado una “negociación” con China, luego de que se llegara a un estudio positivo de su factibilidad.
Aun la resolución 32 distingue “negociar” y “firmar” los acuerdos, de un modo en que, inequívocamente, ninguno de los miembros del Mercosur ha perdido la capacidad de “negociar”. Es lo que se está haciendo y Uruguay aspira a llegar a buen término en esas conversaciones, logrando también el acuerdo de sus socios del Mercosur.
En su tiempo, cuando negociamos con México, la clave estuvo en que los socios, especialmente Brasil en aquel entonces, entendieran que lo que favorece a Uruguay no necesariamente los perjudica a ellos. Hoy esto vuelve a ser también la llave de la cuestión, habida cuenta, además, de que, en una perspectiva más amplia, bien podría generalizarse el acuerdo con todo el Mercosur.
La oposición de la Argentina, abroquelada detrás de la citada resolución, va más allá, porque responde a una actitud escéptica hacia las libertades comerciales. Incluso la relación de los dos grandes vecinos no es buena, a tal punto que entre los propios presidentes no hay un diálogo mínimamente constructivo. Y esto es lo que hace del Mercosur, hoy, un problema. Volvamos al principio: la sociedad no nació para encerrarnos, sino para mejor competir. Pero todo se ha hecho tan difícil que ni siquiera hemos podido culminar un tratado con la Unión Europea, a partir del acuerdo “marco” de 1998, hace un cuarto de siglo.
No ignoramos el mar de incertidumbres que ha creado la invasión de Rusia a Ucrania, con una inesperada guerra europea, a la que se le suma una relación compleja entre China y los Estados Unidos, fundamentalmente por la competencia en materia de alta tecnología de comunicación. Han reaparecido los conceptos de geopolítica y de seguridad nacional, con Alemania como dramático ejemplo, cuando su debilidad militar y dependencia energética la llevan a un brusco cambio de orientación, a una mirada hacia su interior. En ese contexto, China ha quedado en una posición equívoca, porque luego de ser la mayor beneficiaria de la libertad comercial construida por Occidente, hoy está enredada por su vínculo con Rusia. Ojalá estuviera a la altura de generar un real liderazgo de paz empleando su influencia sobre ese agresivo vecino.
En cualquier caso China está ahí y también en América Latina. Mucho más que los Estados Unidos en materia de inversiones y, sobre todo, de comercio. Con la prudencia que nos impone este mundo de incertidumbre, nuestra región debería buscar el tejido de mayores relaciones con el gigante asiático, sin que por ello tengamos que alejarnos de la gran democracia del norte. Debemos distanciarnos de esa idea fatalista que nos quiere envolver desde ya en una nueva guerra fría. China y Estados Unidos compiten tecnológicamente, y en buena hora. Esperemos alcanzar la sabiduría de poder beneficiarnos de ella.
Naturalmente, esto requiere mirada larga, diplomacia realista y actores de buena voluntad, despojados de prejuicios.