Del poder a la justicia
Muchos analistas políticos hablan de un fin de ciclo, del derrumbe de un viejo orden, del fracaso de las democracias en el mundo y del crecimiento de los autoritarismos. Esto incluye la manifestación de Xi Jinping a Joe Biden, argumentando que “las democracias no se pueden sostener en el siglo XXI”.
También en la Argentina aparecen signos de desesperanza y profetas antisistema. Sin embargo, la participación cívica está aumentando en todo el mundo. Munida de la tecnología y de las redes sociales, la gente está enfrentando los autoritarismos, denunciando y controlando al poder, exigiendo el respeto por sus derechos y libertades. Las manifestaciones en China contra Xi Jinping y su política de “Covid cero” y en Irán contra el régimen de los ayatollahs a raíz de la muerte violenta de Mahsa Amini por no llevar correctamente su hiyab son signos elocuentes.
Sostiene Andrés Malamud que las democracias occidentales no son tan frágiles como parecen; que lo que está fracasando es el Estado y por eso fracasan los gobiernos que lo manejan. Coincido con esta visión y voy más allá. Lo que se está cayendo no son las democracias sino una concepción hegemónica del poder, el paradigma central del patriarcado.
Desde el retorno de la democracia en 1983 se fue concentrando el poder del Estado en la figura del presidente y se fue degradando la división de poderes con las mayorías automáticas. Desde la prematura salida de Alfonsín hasta la actual idolatría de la figura de CFK “eterna”, los presidentes fueron considerados cada vez más como monarcas y salvadores mesiánicos, dando lugar a gobernantes populistas que consideran a los ciudadanos como una masa manipulable –en oposición a una comunidad organizada–. Y en parte tienen razón, ya que sus votantes proyectan en la figura del líder a un semidiós al que le delegan el poder absoluto, la voluntad, el discernimiento de conciencia y, por lo tanto, también la responsabilidad ética individual de la que quedan liberados. Todo se le permite al líder, todo, incluido violar los DD.HH., las leyes y la Constitución nacional. Como sostiene Erich Neumann: “La política es aquí ‘opio para el pueblo’ y un sustituto de la religión” (Psicología profunda y nueva ética). Masa o comunidad es otra forma de interpretar la grieta.
Hoy vivimos una crisis institucional inédita en el país. Desde 2019 la vicepresidenta Cristina Kirchner, acosada por el avance de las causas de corrupción, ataca a jueces y fiscales, busca colonizar, manipular y deslegitimar a la Justicia y hasta desacata un fallo de la Corte. Esto me remite a un emblemático pasaje de la historia del pueblo de Israel, que nunca había tenido un monarca como las demás naciones y reconocía a Yahvé como Dios y Rey. Solo tenían jueces que administraban justicia. Hacia el año 1000 a. C. el pueblo, a través del consejo de ancianos, le pide a Samuel, juez de Israel, que le asigne “un rey que nos juzgue”. Yahvé acepta el pedido que le transmite Samuel, pero le dice que le advierta al pueblo de las consecuencias de rechazarlo a Él y que les enseñe el fuero del rey que va a reinar sobre ellos. Samuel le comunica al pueblo la palabra de Yahvé: “Miren lo que les va a exigir su rey: les tomará a sus hijos y los destinará a su carro y a sus caballos, o también los hará correr delante de su propio carro; los empleará como jefes de mil y como jefes de cincuenta; (…) a ustedes les tomará sus campos, sus viñas y sus mejores olivares y se los dará a sus oficiales; les tomará la décima parte de sus sembrados y de sus viñas para sus funcionarios y servidores; les tomará sus sirvientes, sus mejores bueyes y burros y los hará trabajar para él, a ustedes les sacará la décima parte de sus rebaños y ustedes mismos serán sus esclavos. Ese día se lamentarán del rey que hayan elegido, pero Yahvé ya no les responderá” (1 Samuel 8, 11-18).
En un mundo materialista y desacralizado solo queda lugar para los ídolos: “Diosas o felpudos”, decía el siniestro Pablo Picasso de sus mujeres, a las que primero endiosaba y, al romperse el hechizo, maltrataba hasta enfermarlas gravemente. Así sucede con los ídolos: inevitablemente se caen, implosionan, como gigantes con pies de barro. Tarde o temprano la fantasía de omnipotencia llega a su fin. Dios –o el inconsciente colectivo– derrumba a los ídolos porque se hace la luz de la verdad. Se produce un cambio de conciencia, una madurez, porque toda idolatría es un error.
El poder no es todo. Desde la pandemia, con sus miles de muertos, pasando por la guerra en Ucrania, con consecuencias planetarias, la amenaza nuclear y los estragos del cambio climático, es cada vez más evidente que estamos ante un cambio de era. Nada será igual porque ya no somos los mismos. Las imágenes del horror impactan en el alma. Las muertes, la inseguridad y la violencia nos recuerdan nuestra vulnerabilidad. Estamos despertando de la fantasía de que el poder puede controlar todo y por eso estamos viviendo una transformación de la conciencia. Los jóvenes, las mujeres y la tecnología son los protagonistas estelares de esta revolución que implica un cambio de paradigma, porque son jugadores nuevos en la arena del poder. El viejo patriarcado hegemónico y violento agoniza.
El advenimiento de esta nueva era surge en medio de un tiempo oscuro, de desesperanza, de una profunda crisis moral y luego de muchos padecimientos. Son los dolores de parto de un mundo nuevo anunciado –en lenguaje simbólico– al final del Apocalipsis, que significa “revelación” o “quitar el velo”. Algo desconocido se está revelando a la humanidad, que ve lo que antes estaba oculto a su conciencia: la mentira, la corrupción, la idolatría, la injusticia. Hay un orden patriarcal, materialista, autoritario y prebendario que se derrumba para dar paso a una nueva visión del poder como servicio, más comunitario y limitado, respetuoso del prójimo, capaz de integrar los valores espirituales más femeninos, tanto en varones como en mujeres: la sabiduría, la templanza y la empatía, pero, sobre todo, la verdad y la justicia.
El fenómeno de taquilla de la película sobre el Juicio a las Juntas Argentina 1985, que ha generado varios homenajes a los jueces que integraron ese tribunal; el avance en el juicio oral de las causas de corrupción del kirchnerismo; el fallo de la SCJ para frenar el “ardid” de la vicepresidenta, y las denuncias presentadas por particulares por la falta de vacunas o la suspensión de las clases son signos de ese cambio cultural.
La justicia es un arquetipo que siempre ha sido encarnado en la figura de una mujer. Simbólicamente era representada como la diosa de la sabiduría y de la justicia, aquella que en las antiguas civilizaciones juzgaba y le ponía límite al poder de reyes y faraones; la Gran Madre de todos los vivientes que el patriarcado denostó y ocultó durante unos 4000 años y que hoy vuelve a la conciencia para equilibrar una cultura masculinizada.
Surge una nueva cosmovisión más integrada, más ética y justa porque está “ajustada” a las leyes de Dios. Como a Samuel hace 3000 años, pareciera que esa sabiduría divina hoy nos recordara a todos el riesgo de idolatrar a los poderosos. “Hay un solo pecado, quitarle a Dios el lugar de dios”, decía el sacerdote trapense André Louf. Salir del laberinto en que estamos sumidos es posible. Solo hay que aceptar con humildad nuestro error y hacer un cambio de conciencia para pasar del poder a la justicia. No es a la derecha ni a la izquierda: es arriba. El cambio es espiritual.