Del pantalón a la pollera: ¿una aventura solo para audaces?
Salvo ocasionales estrellas masculinas que, desfilando por la alfombra roja, se les animan a unas faldas, los hombres siguen sin adoptar ropas tradicionalmente femeninas; las mujeres, en tanto, se apropiaron de todo el guardarropas masculino
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Siempre la misma cantinela: un famoso se pone falda o vestido y se arma alboroto. Mientras algunos aplauden el gesto décontracté, otros lo miran con suspicacia: ¿será un sincero intento por quebrar las rígidas normas del binarismo?, ¿o un mero coup de théâtre para acaparar la atención de los medios? Entre los casos más comentados, el del músico Bad Bunny en la portada de la última revista Harper’s Bazaar luciendo una bonita pollera blanca de alta costura, cortesía de Louis Vuitton. Maison que, dicho sea de paso, ya había presentado faldas para la platea masculina en su colección otoño/invierno 2021-2022, al igual que otras firmas top como Burberry y Ludovic de Saint Sernin. No es la primera ni será la última vez que el citado boricua lleve prendas por el estilo: al autor de Callaita le fascinan desde chiquillo y no teme romper esquemas, como lo hizo meses atrás para una campaña de Jacquemus donde, montado sobre unas sandalias con tacón, portaba un vestidito rosa. Sin dejar de presumir los bíceps, no vaya a ser cosa…
En la cruzada disruptiva hay más y más ejemplos. Los actores Brad Pitt, Oscar Isaac, Jared Leto, Billy Porter, Jaden Smith, los raperos Kid Kudi y Young Thug han sido de la partida faldera en meses recientes. Aunque si de referentes en atrevimiento de vestimenta se trata, el bello Harry Styles se lleva el trofeo: con sumo charme, nos ha acostumbrado a un armario pleno de posibilidades; desde blusas con transparencias hasta tutús, boas de plumas, pendientes, collares de perlas, encajes, lentejuelas, estampados a rayas, flores, rombos.
Aún así, salvo ocasionales estrellas masculinas que, desfilando por la alfombra roja, se animan a una blusa, a unas faldas, incluso a unos tacones, los hombres siguen sin adoptar ropas consideradas femeninas en Occidente, en tanto que las mujeres se fueron apropiando del armario masculino durante el siglo XX. Evidentemente, hay intentos de tentarlos a través de sofisticados desfiles, pero no pareciera cundir el efecto: en bares, panaderías, subtes, los varones comunes y corrientes siguen con los pantalones puestos.
Aún así, salvo ocasionales estrellas masculinas que, desfilando por la alfombra roja, se animan a una blusa, a unas faldas, incluso a unos tacones, los hombres siguen sin adoptar ropas consideradas femeninas en Occidente
Y eso que Jean Paul Gaultier ya los alentaba en los años ochenta, también algunas celebrities como Kurt Cobain o Iggy Pop en décadas sucesivas. Y qué decir del audaz David Bowie, que jugó a la ambigüedad en el vestuario, incluyendo maquillaje, desde los setenta.
Construcción cultural
Justo es decir que en distintas partes de Asia y África es de lo más natural que varones vistan prendas por el estilo de boubous, jillabas, sarongs… En Myanmar, por ejemplo, el uso del longyi (suerte de falda tubular) está extendido, así como la tradicional lava-lava sigue envolviendo de la cintura a los pies a los polinesios y, en ocasiones especiales, la fustanella a los balcánicos. En Escocia, como es archisabido, los kilts llenan de orgullo patrio a hombres que se vanaglorian de una pieza que está fuertemente anclada en la representación militar y, por lo tanto, simboliza la masculinidad guerrera.
Un viaje al pasado hará notar que el hombre ha llevado faldones y vestidos durante buena parte de la historia: togas y túnicas marcaron las civilizaciones egipcias, griegas y romanas; algunas bastante cortitas, de dar por fiel el look mini de los centuriones de la Roma Antigua en los péplums de Hollywood y de Italia del siglo pasado. Parece ser que estos soldados veían con desdén los primigenios pantalones por asociarlos a los bárbaros.
Ojo, si entendemos por pantalón una prenda dividida en secciones que cubre cada pierna por separado, su uso se remonta a pueblos ecuestres y nómades. Pero como se lo conoce hoy en día apenas se generalizó en el siglo XIX, y exclusivamente entre varones. Si bien ya venían sumando calzones largos, calzas o bombachos a su vestuario, recién entonces adoptaron a rajatabla la nueva tendencia: la simplicidad como sinónimo de elegancia, cuyo cénit era el traje de tres piezas en negro, gris o, a lo sumo, verde y marrón oscuros.
Un viaje al pasado hará notar que el hombre ha llevado faldones y vestidos durante buena parte de la historia: togas y túnicas marcaron las civilizaciones egipcias, griegas y romanas; algunas bastante cortitas, de dar por fiel el look mini de los centuriones de la Roma Antigua en los péplums de Hollywood y de Italia del siglo pasado.
De esta forma, lo que durante los siglos XVII y XVIII había sido epítome de distinción y estatus en indumentaria masculina, especialmente entre clases pudientes, cayó en desgracia: ellos debieron decirle adiós a las puntillas, los volados, las sedas, los bordados, el calzado con tacón, las pelucas empolvadas, el maquillaje, los colores vistosos… “Cuando la sociedad pasó del orden aristocrático al burgués, los valores que dictaba la apariencia masculina se desplazaron hacia la uniformidad y la sencillez. Los hombres renunciaron al adorno y el cuerpo masculino desapareció bajo un traje austero, que pasó a representar poder económico y político”, explica la historiadora francesa Christine Bard, ensayista y docente, autora de Historia política del pantalón. La nueva medida era el dandi inglés que –aunque se acicalaba– predicaba la moderación, una idea que ha persistido hasta la actualidad, salvo excepciones.
No todos de acuerdo
Una de ellas puede hallarse en el período de entreguerras en Reino Unido, en un movimiento que penaba a lágrima viva por la “Gran Renuncia”, como fue bautizado el abandono masculino de galas llamativas y refinadas, estampados variados. “Los varones han desertado de la pretensión de ser considerados hermosos”, lamentaban los miembros del Men’s Dress Reform Party, tal el nombre de este grupo que gustaba de la ornamentación y no temían sus integrantes ser tildados de vanidosos; hablaban de liberar el cuello acartonado, veían con buenos ojos la pollera, y preferían blusas en vez de camisas, sandalias en lugar de zapatos. Uno de sus miembros, el psicoanalista experimental John Carl Flügel, se despachó largo y tendido sobre este tema en La psicología de la ropa, ensayo donde esgrimía razones de salud y de higiene para “feminizar” el atuendo masculino, sin desdeñar la coquetería.
Otro ejemplo más cercano es Hommes en Jupe (HeJ), grupo francés fundado hace unos 15 años que aboga abiertamente por la pollera, proponiendo que “se convierta en una prenda auténticamente unisex”. “Ha sido un error abandonarla”, claman sus integrantes, que incluso alegan que si proliferara su uso entre congéneres, impactaría positivamente en su comportamiento: por ejemplo, se sentarían con más decoro en el transporte público. En su web, por cierto, hay algún que otro instructivo para confeccionar modelitos dándose maña con hilo, aguja y tijeras. También se explayan contra el restrictivo código de apariencia llamando a imitar la lucha femenina por los pantalones.
Las mujeres se ganaron a pulso este derecho, con perseverancia, desde hace algo más de medio siglo. Sí, hay registros que constatan que, unos 3 mil años atrás, chicas de tribus nómadas deambulaban por la estepa europea vistiendo una especie de pantalones, pero se esfumó el “privilegio” cuando terminó la vida errante. En otras circunstancias, hubo algunos casos singulares en épocas siguientes, pero con cuentagotas. Entre las más mentadas, la vasca Catalina de Erauso, más conocida como la “monja Alférez”, que haciéndose pasar por hombre se mandó unas cuantas hazañas guerreras durante el Siglo de Oro español. También se pusieron la prenda masculina las temibles piratas Mary Read y Anne Bonny. Y bancándose la ridiculización, la periodista sufragista Amelia Bloomer impuso entre algunas ladies de avanzada los bombachos de estilo turco, que pasaron a la posteridad como bloomers. Imposible olvidar a la escritora George Sand, que prefería pantalones para moverse libremente por París. O a la pintora Rosa Bonheur, a la que la policía francesa le otorgó un permiso por escrito para hacerlo (legalmente estuvo prohibido hasta 2013).
Aún así, los pantalones siguieron siendo asunto de pequeños círculos entre chicas, como las élites que practicaban deportes –tenis, ciclismo– entre fines del siglo XIX y principios del XX, a las que se les permitían la digresión solo en los ratos de ejercicio. De hecho, según la mencionada Bard, la trivialización de estas actividades de ocio jugó un rol clave en la adopción de la prenda; también la creciente atención por la higiene, una mayor participación en las vanguardias artísticas, la paulatina incorporación femenina al mundo del trabajo.
Que grandes divas de Hollywood como Marlene Dietrich y Katharine Hepburn, cultoras del look andrógino en los años 30, transgredieran la norma con trajes varoniles delante y detrás de la cámara ayudó a la causa, demostrando que esta ropa no iba en desmedro de “lo femenino”. Todo lo contrario. La modista Coco Chanel ya había diseñado pantalones y otras prendas inspiradas en el ropero de su amante inglés, favoreciendo el confort, la libertad, la elegancia. Dicho lo dicho, recién entre las décadas del 60 y 70 se volvió la prenda universal que es hoy día, auténticamente genderless.
¿A qué le temía la sociedad que prohibía a las mujeres atuendos masculinos? Responde Bard: “A la confusión de los géneros e, implícitamente, a la equidad. La diferenciación de las apariencias ha servido para justificar las desigualdades entre los sexos; es a través del disfraz que se produce el control sexual y moral de la mujer. Nótese que, antaño, cuando los varones acceden al práctico pantalón, a las mujeres se las oprime con un corsé que reduce artificialmente su cintura, resalta pecho y caderas y limita sus movimientos”. Además de provocar tremendos desvanecimientos.
Para la experta francesa, el pantalón acompañó todas las transgresiones que jalonaron el camino hacia la emancipación femenina. Y su conquista abriría la puerta para que ellas continuaran integrando otras piezas típicamente masculinas a su placard: blazers, chaquetones, corbatas, camisas, incluso el smoking (vía Yves Saint Laurent), los tiradores o, por qué no, la pajarita.