Del grotesco criollo a la política de lo grotesco
El 14 de marzo de 1923, en el Teatro Nacional Buenos Aires, se estrenó Mateo, la obra de Armando Discépolo que inauguraba la expresión más auténticamente argentina del arte dramático: el grotesco criollo. Si bien atesoraba las resonancias de Luigi Pirandello, por ejemplo, cuyas obras, a la manera de cuadros, reflejaban una realidad tan cómica como trágica, el grotesco de Discépolo ahondó en el desaliento y el fracaso, alejándose sensiblemente de la comedia, para virar hacia la tragedia, aún más trágica tras la máscara de la risa.
Mateo cuenta la historia de una familia de inmigrantes a la que, poco a poco, va acorralando el progreso que avanza raudo sobre las ruedas del automóvil, razón por la cual Miguel, el padre, apenas si puede mantener a los suyos con su trabajo de conductor de transporte a tracción animal. Su coche es tirado por Mateo, el caballo que, en virtud de la incomprensión familiar y la consecuente soledad que oprime a Miguel, aferrado como está a un mundo que fenece, se ha convertido en el silencioso confidente de las frustraciones de su dueño. La popularidad de la obra –y de Mateo– quedó plasmada en el nombre de "mateos" con el que se conocen, desde entonces, los carruajes damasquinados y tirados por caballos que todavía pasean por el barrio de Palermo.
No sería errado sostener que lo grotesco es la antítesis de lo sublime: ni muestra ni tiende a lo mejor de la condición humana, sino que desviste sin pruritos y se mofa de lo peor. El hecho es que con Discépolo se inicia una versión local de desnudamiento de la realidad que se distancia del grotesco italiano y supera al sainete mismo. El grotesco criollo nos estampa y nos define desde abajo, desde ese lugar en el que todo se confunde con el absurdo y la miseria, y en el que todos nos indiferenciamos en la oscuridad. Los ambientes son depresivos. Los personajes, fantoches en una trama patética. Sus conductas, burdas; el lenguaje, chabacano. Las situaciones, indecentemente injustas o tristes.
La vulgaridad, lo grosero, la ramplonería son sus ingredientes sustanciales, lo que facilita el acceso a las zonas más turbias del ser humano y de la realidad, al tiempo que las acerca afablemente y torna más simpáticos el infortunio, la frustración y hasta la ignominia.
No debe sorprendernos, entonces, la atracción que las peculiaridades del grotesco puede llegar a ejercer en ciertos hacedores de la política. Renegar de los protocolos –esa ética de las formas–, perjurar de las pautas de la educación reconocidas, alardear de la procacidad gestual y verbal como familiaridad e igualar para abajo en el intento de hacer más amigables la mentira y la infamia son tentaciones de las que difícilmente podrían sustraerse dictadores, demagogos y políticos ávidos de perpetuidad. No es caprichoso que hoy encontremos estas destrezas practicadas hasta el hartazgo por quienes se empecinan en dirigir nuestros destinos.
Sin embargo, este fenómeno político de nuestros días no pasa de ser una grosera distorsión del grotesco, en general, y del grotesco criollo, en particular. Por empezar, difieren en la intención. Mientras el subgénero dramático plantea la crítica satírica de una realidad en la que todos son arte y parte, la política de lo grotesco se envilece en la sorna. El primero es inclusivo y hasta autorreferencial; el segundo descalifica, colocándose por encima de la realidad juzgada. El grotesco criollo expone y abre el campo a la libre interpretación. La política de lo grotesco sentencia inapelablemente. El primero muestra, el segundo incrimina. Al rebajar el dolor a sarcasmo, el grotesco de Discépolo opera una especie de catarsis por la vía negativa, pues al final del carcajeo perdura el sinsabor del drama. Una verdadera caricatura del dolor. El grotesco de nuestros gobernantes queda, en cambio, empantanado en el mal gusto simple y llano que ni enseña ni despeja horizontes de reflexión. Mucho menos de superación. Al contrario, instaura una dialéctica de la vulgaridad que va sumiendo a la sociedad en una violencia sostenida. Porque la sorna es de por sí una agresión. La guarangada, una provocación disfrazada de franqueza. La obscenidad, es decir, el estar fuera de la escena que corresponde, una ofensa que hace peligrar la armonía.
Y finalmente, el tono.
El grotesco criollo tiene la inflexión de la milonga o del tango. Se identifica con ese Buenos Aires de conventillos habitados por tanos, gallegos, rusos, criollos, seres diversos y desolados viviendo al filo de la navaja, pero lanzados sin saberlo a la búsqueda de una identidad argentina que lograron tejer a fuerza de resistencia y solidaridad, afán de progreso y esperanza de paz. La risa se troca en llanto. Al final, subsiste la sonrisa.
La política de lo grotesco prefiere el tono de murga, precioso género que nos remite espontáneamente al carnaval. El carnaval sería menos carnaval sin la murga. Y un mundo sin carnaval sería un mundo amputado de belleza y libertad. Pero convertir las celebraciones en carnestolendas o los debidos protocolos en chanzas de vodevil es un ataque soez a la espiritualidad de la Nación. Una burla que terminará burlando al burlador, porque lo que queda de semejante asalto a lo simbólico no es una sonrisa, sino la mueca con la que se suele atestiguar lo ridículo. Y es así como estamos hoy perplejos y temerosos de quedar atrapados sin salida. Porque, según reza una verdad de Perogrullo, de lo ridículo es muy difícil volver.
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