Defender la cultura desde una perspectiva liberal
Lo que hay que hacer no es cerrar el Fondo Nacional de las Artes, sino depurarlo; sería una gigantesca torpeza dejarle en bandeja al kirchnerismo, que lo saqueó y traficó, la bandera de su protección
- 7 minutos de lectura'
En julio de 2023, Federico Sturzenegger salía de mi oficina después de una reunión en la que sacó de su mochila la computadora portátil, la apoyó en la mesa de la sala y me mostró su monumental trabajo sobre todas las leyes argentinas vigentes. Se topó entonces con una obra de arte que le llamó la atención. Se trata de una pequeña cancha de fútbol con dos anomalías: en lugar de once jugadores hay once pelotas de cada lado y en el medio del campo se levanta una maqueta de la Casa Rosada con doble frente, como un muro divisorio.
Es muy probable que viera en esa obra un Estado que se pone en el medio y no deja jugar libremente el partido. La apoteosis de las corporaciones. No hay un juego colectivo y coordinado donde se respetan las reglas, sino un sálvese quien pueda, con el Estado funcionando a la vez como estorbo y facilitador de negocios, una zona de clivaje, un repartidor abusivo de potencias e impotencias.
Estaba frente a un desarrollo comparable al que había hecho Vélez Sarsfield en el siglo XIX. Ese trabajo homérico, que Sturzenegger había elaborado a pedido de Patricia Bullrich, terminaría siendo una pieza crucial para el gobierno de Javier Milei. El espíritu general que lo animaba consistía en sacar del medio ese “muro”, ese obstáculo, y que reaparecieran los jugadores genuinos, de modo tal que el partido se jugara con una sola pelota y reglas transparentes. Pasar de mercados regulados a una economía de emprendedores: honestidad.
Hay infinidad de privilegios escondidos bajo capas de regulaciones y trabas que fueron superponiéndose con el tiempo. En aquella charla abordamos las reformas en el campo cultural. Pongamos un ejemplo. Si alguien tiene una propiedad donde funciona un teatro y el negocio no es rentable, no puede tirar abajo el teatro y poner allí una panadería o construir un edificio, solo puede demolerlo a condición de levantar otro teatro. Esta norma llevó al absurdo de que sobre los escombros de una vieja sala se construyó un lupanar bajo el eufemismo de teatro de variedades: las meretrices eran bailarinas. Por supuesto que es deseable que haya un movimiento cultural tenso, pero este objetivo no se logra imponiendo restricciones absurdas a la propiedad.
A raíz de la polémica que se produjo alrededor del Fondo Nacional de las Artes, unos días atrás tuve otro intercambio muy rico con Sturzenegger. Él propicia el cierre. Los argumentos que esgrime son interesantes. El primero es que, en realidad, el FNA no se autofinancia, como alegan algunos comentaristas, sino que, a través del llamado dominio público pagante, absorbe fondos de la propia cultura. De la misma manera, si mañana se cobrara por entrar a una plaza pública para costear otro organismo, no sería correcto decir que ese ente se autofinancia.
El dominio público pagante no es otra cosa que los derechos de autor que ya no pueden cobrar los herederos del artista muerto, por lo que se asignan específicamente a sostener al Fondo: el usuario de la cultura paga más la entrada de teatro de la obra de Shakespeare para que, con esa demasía, se financie a un artista vivo. Admito que las asignaciones impositivas específicas suelen ser distorsivas, pero en este caso es una idea genial y equitativa: en lugar de que toda la sociedad subvencione la cultura, lo hace solamente el público que por lo general la consume. Es más honesto.
El segundo argumento de Sturzenegger me parece mucho más importante. Sostiene que ese trámite de sacarle a la cultura para luego devolverle a la cultura tiene en el medio un costo altísimo: el 70% de lo que recauda el FNA se va en burocracia. Visto así, el FNA sería hoy un enorme impuesto a la cultura para beneficiar no ya a la cultura (que solo recibe el 30%), sino a un hojaldre de polizones y rosqueros, que se enmascara eufemísticamente como gastos de estructura. Esta observación cobra mucha más relevancia cuando vemos que inicialmente, en la época en que funcionaba bajo la tutela de Victoria Ocampo, el gasto en burocracia era solo el 11%, mientras que el 89% volvía a la cultura.
Más aún: a fines de los años 90, bajo la presidencia de la empresaria Amalia Fortabat, el FNA tenía solo 40 empleados, incluyendo a los directores, que eran ad honorem. Durante el kirchnerismo ese plantel se ha triplicado, llegando hoy a los 120 empleados, incluyendo a los directores, que ahora son remunerados.
Javier Torre, que había sido designado allí, cometió un grave error al defender el statu quo, cuando dijo que no había que echar a nadie porque allí trabajaban buenos artistas. También se equivocan quienes creen apoyar la institución invocando melancólicos préstamos a Antonio Berni o María Elena Walsh. Tampoco se gana nada gritando “la patria no se vende”: cuando cada interés disfraza su privilegio como una necesidad moral –así es el modelo populista–, los que se oponen son vistos como la “antipatria”. Argumentos tribuneros y anacrónicos.
Más sincero y útil sería hablar de la actualidad: ese organismo no puede seguir funcionando como en los últimos años, pero es perfectamente recuperable. Es aquí donde mantenemos una amistosa disidencia intelectual con Sturzenegger. En mi opinión, hay que invertir la ecuación: que como mínimo el 30% sea para gastos y el 70% para becas, premios y préstamos. No es haciendo seguidismo ciego como ayudamos al Gobierno a que le vaya bien: por eso es indispensable este debate para que la ley salga mejorada.
Mirando con microscopio, y teniendo en cuenta que la mitad de ese 70% que se va en burocracia son sueldos, se observa que de los 120 empleados dos tercios son contratados, por lo que no gozan de estabilidad. Capas geológicas de simpatizantes populistas que entraron por “acomodos” y cobran cifras similares a la dieta de un diputado. Golosinas envenenadas para un Estado en quiebra. No se defiende la cultura apuntalando un plantel desbordado y prescindible. Lo que hay que hacer no es cerrar el FNA, sino depurarlo.
Urge también volver a la idea de que ser vocal de ese organismo es un orgullo y un prestigio (como lo fue para Ernesto Schoo en los años 90), por lo cual ese cometido debe ser necesariamente ad honorem. Visto así, rápidamente la plantilla se reduciría a no más de veinticinco personas remuneradas. También habría que modificar el estatuto para autorizar un esquema de colaboración público-privada que aliente un financiamiento complementario: basta ver que en las democracias liberales las grandes empresas operan como mecenas de la cultura.
El argumento de que no sería un cierre sino un traspaso a la Secretaría de Cultura es falaz: una vez que esté incrustado allí, y sin fondos propios, el organismo se disiparía muy rápidamente. ¿De qué nos privaría su desaparición? De un ente de fomento a la cultura fundado bajo una tradición cercana a la revista Sur, no al populismo. De un ente que ha acumulado saberes financieros específicos, que ningún otro sector del Estado tiene. Del único ente de cultura verdaderamente federal.
Sería una gigantesca torpeza dejarle en bandeja al kirchnerismo, justamente quien lo saqueó y traficó, la bandera de la defensa del FNA: una institución cuya inspiradora fue nada menos que Victoria Ocampo, a la que el peronismo tuvo presa en la cárcel de El Buen Pastor durante una temporada.