Decretos de necesidad y urgencia: el origen del problema es constitucional
En la reforma de 1994 no solo se permitió al Congreso delegar sus facultades al presidente de la Nación: también se le permitió a éste apropiarse de dichas facultades sin que exista previa autorización
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Desde su sanción, el 1ro. de mayo de 1853, la Constitución Nacional prevé la existencia de un sistema republicano de gobierno, cuyas principales características son la independencia absoluta del Poder Judicial respecto de los órganos políticos de gobierno, y la llamada división de poderes, en la que cada órgano tiene determinadas atribuciones asignadas por la Ley Fundamental, y no corresponde que uno de ellos avance sobre las que le corresponden al otro.
Sin embargo, en la reforma constitucional de 1994, no solo se le permitió al Congreso delegar sus facultades al presidente de la Nación, sino que también se le permitió a éste apropiarse de las de aquel sin que exista previamente una autorización o delegación. Cuando esto último ocurre, para ejercer esas potestades “sustraídas” al Congreso, el primer mandatario dicta los nefastos y populares “decretos de necesidad y urgencia”, como por ejemplo el número 70 dictado el último 21 de diciembre por el presidente de la Nación.
Es fundamental que se entienda lo siguiente: un decreto de necesidad y urgencia, es sinónimo de “ejercicio presidencial de facultades que pertenecen constitucionalmente al Congreso”. Dicho de otro modo, cada vez que el primer mandatario dicta uno, no está ejerciendo sus propias atribuciones, sino que le está hurtando una o varias al Parlamento. El problema es que, en nuestro país, esa práctica institucional antirrepublicana está avalada por la misma Ley Suprema. Primer “ok”, entonces, para la validez constitucional del polémico megadecreto de reciente publicación.
Ocurre que, para que el primer mandatario pueda ejercer esas potestades, deben cumplirse tres requisitos: que todos los ministros estampen su firma; que no sean temas penales, tributarios, electorales o de partidos políticos; y que existan circunstancias excepcionales que le impidan al presidente esperar el complejo trámite para la sanción de la ley. Además, posteriormente, el Congreso de la Nación debe analizar el decreto de necesidad y urgencia dictado por el primer mandatario para el ejercicio de esas potestades, y aprobarlo o rechazarlo.
Pues el megadecreto 70/23 tiene la firma de los ministros y no aborda ninguna de las materias prohibidas, más allá de la cuestión aduanera, que podría generar alguna inconstitucionalidad puntual. Segundo “ok” a la validez constitucional del mismo.
El meollo de la cuestión, a la hora de evaluar la constitucionalidad de esta norma, pasa por definir si existen las referidas e indispensables “circunstancias excepcionales”. Y aquí es cuando ingresamos en un terreno farragoso que puede poner en duda la constitucionalidad del cien por ciento del megadecreto, porque, por un lado, no está definido cuándo las hay (aunque la Corte ha interpretado que son desastres naturales o hechos de guerra que le impidan al presidente esperar el trámite de sanción de una ley), y por el otro, dicha evaluación hace necesario separar tema por tema a los tantos que aborda el megadecreto de marras, porque a partir de allí es muy probable que, en algunos de ellos existan circunstancias excepcionales que ameriten ser abordados mediante un decreto de necesidad y urgencia, y en otros no.
Por lo tanto no es posible afirmar que todo el decreto es constitucionalmente válido o inválido, sino que dependerá de qué tanta excepcionalidad exista en cada uno de los temas incluidos, como para que su tratamiento deba ser quitado de la esfera del Congreso.
Entonces, descartada la inconstitucionalidad in totum del megadecreto, cabe preguntarse si el mismo constituye un “avasallamiento institucional al Congreso” y una “afrenta” al sistema republicano.
Para brindar una respuesta a esta cuestión, vale la pena poner de relieve que el ejercicio de facultades legislativas por parte del jefe de Estado, no se ha inaugurado con el cuestionado decreto de Milei, sino que todos los presidentes, a partir de Carlos Menem, han hecho uso y abuso de ellos; es decir, todos han “metido la mano en el bolsillo del Congreso” a través de los decretos de necesidad y urgencia, avasallando al Congreso. La diferencia es que los anteriores mandatarios lo hicieron de a poco, a lo largo de sus gestiones, y éste, a menos de diez días de inicio de la suya, ha dictado uno que, por la cantidad de cuestiones que aborda, opera como los tantos de otras épocas.
Pues si todos esos decretos constituyeron un avasallamiento al Parlamento, el popularizado “megadecreto”, recientemente dictado, también. El hecho de que éste abarque una enorme cantidad de temas no lo convierte en más perverso, ni lo torna inconstitucional por ese solo motivo.
Lo que sí debe destacarse, es que, como la ley regulatoria del derrotero parlamentario que debe recorrer un DNU (Nro. 26.122), establece que los legisladores, a la hora de analizar si lo aprueban o no, “deben circunscribirse a la aceptación o rechazo” del mismo en su conjunto, el decreto Nro. 70 pone un cepo más fuerte al Congreso que si se le hubieran enviado varios diferentes. Pero esta penosa circunstancia no es culpa del actual presidente, sino de los mismos legisladores que, al sancionar dicha ley en 2006 (proyecto de Cristina Fernández), se autolimitaron y facilitaron al primer mandatario el ejercicio de potestades legislativas, que ellos debieran defender más que nadie.
En definitiva, si la problemática de los decretos de necesidad y urgencia se ha visibilizado tanto en la coyuntura, enhorabuena, y que sirva para tomar conciencia de lo grave que es que un presidente quiera gobernar esquivando al Parlamento, pero la desgracia para el sistema republicano no es el decreto 70/23: lo es que la misma Constitución Nacional que lo consagra, desde su reforma en 1994 admita que el presidente pueda ejercer potestades del Congreso, avasallándolo con el dictado de estos virus institucionales que se le inocularon a nuestra Ley Fundamental.
En otros términos, el origen del problema es la reforma que se le hizo a la Constitución en 1994, todo ello agravado por la referida ley 26.122, que lejos de hacerle difícil a los presidentes el hurto de potestades legislativas, se lo facilita inexplicablemente.
Celebro el contenido de la mayoría de las medidas contenidas este cuestionado DNU, así como también la decisión de Milei de llevarlas a la práctica para cumplir con sus promesas electorales, pero debe quedar claro que el apoyo popular fue para revertir la situación del país, y no para disminuir la intensidad del sistema republicano, ni para ponerle un candado al Congreso de la Nación, que es el órgano de gobierno en el que todas las corrientes políticas están representadas en forma proporcional.
El Presidente suele manifestar su admiración por el inspirador de la Constitución Nacional de 1853, Juan Bautista Alberdi. En esa original Constitución no estaban contemplados los decretos de necesidad y urgencia. Pues en honor a esa evocación, “que viva la libertad carajo”, pero que el mismo grito sirva para “vivar” también, con la misma vehemencia, a la república y a la división de poderes.