¿Deben tributar las “ganancias inesperadas”?
Una nueva polémica se suscitó en la Argentina a raíz del anuncio del gobierno de estar elaborando un impuesto a las “ganancias inesperadas”. Beneficios extraordinarios, ganancias eventuales, rentas inesperadas son nombres diferentes para designar ingresos que gobiernos de muy diferentes signos y orientaciones políticas convierten en base imponible para intentar capturar, en ciertos momentos históricos, una parte de los beneficios excepcionales que obtienen contribuyentes (generalmente, empresas) debido a circunstancias azarosas o fortuitas y no como resultado del giro normal de sus negocios o actividades.
El 8 de marzo pasado, día en que el barril de crudo superó los 127 dólares, la Comisión Europea difundió un plan para que los estados miembros apliquen un impuesto único a las empresas de electricidad. Al día siguiente, una senadora demócrata de los Estados Unidos anunció estar trabajando en un impuesto sobre las “ganancias impulsadas por la guerra”. Ya Bulgaria, Rumania, Italia y España habían aplicado antes este tipo de tributos a ingresos “inesperados”. También la República Checa introdujo un impuesto sobre las ganancias extraordinarias derivadas de producir electricidad solar. Y en Gran Bretaña, en 1997, lo impuso el gobierno laborista de Tony Blair sobre las empresas de servicios públicos privatizadas. Ni siquiera la “Dama de Hierro”, Margaret Thatcher, se privó de aplicarlos a comienzos de 1980, frente a la triplicación del precio del petróleo y, de nuevo, cuando los bancos obtuvieron enormes ganancias como resultado de su política de tasas de interés altas y no -como ella misma adujo- “debido a una mayor eficiencia o un mejor servicio al cliente”.
En la Argentina se introdujo un impuesto a los beneficios extraordinarios en 1943, durante la Segunda Guerra Mundial; y un impuesto a las ganancias eventuales, en 1946. Ambos tuvieron vigencia durante los dos primeros gobiernos peronistas y recién fueron derogados y sustituidos por otros gravámenes, entre 1963 y 1973. Sostendré, en esta nota, que estar a favor o en contra de estas exacciones no es una cuestión de izquierda o derecha, o de oficialismo u oposición. Además de los ejemplos ya comentados, el propio FMI, a través de Jean-Marc Natal, uno de sus funcionarios, fijó una posición clara respecto a este tipo de normas al manifestarse a favor de “impuestos temporales más altos” en tiempos de una pandemia o de una guerra para “intentar compensar a quienes más sufren”.
Un impuesto nunca es bienvenido, pero como expresara en un fallo el juez Holmes, de los Estados Unidos, es “el precio que pagamos por la civilización”. Pagamos impuestos a cambio de la posibilidad de que nuestra contribución permita sostener el costo de brindar los servicios que exige la vida en comunidad. El problema es sobre quiénes recae ese sacrificio fiscal y en qué medida la distribución de las cargas resulta equitativa. Se requiere, entonces, decidir qué impuestos aplicar, teniendo en cuenta entre otras cosas, su complejidad, su costo de recaudación, sus efectos económicos y su impacto redistributivo.
Independientemente de las circunstancias, los argumentos a favor y en contra de la imposición suelen ser siempre los mismos. De un lado se ubican quienes sostienen que son demasiados, que la carga es excesiva, que desincentivan la producción o la inversión, o que sólo los pagan quienes no pueden evadirlos. Del otro, se destaca que permiten hacer frente al gasto público con recursos genuinos o que tienen efectos positivos desde el punto de vista de la justicia distributiva.
La discusión suele mezclarse con otras cuestiones: el exceso o la eficiencia del gasto público; la pobre calidad de los servicios estatales o la apropiación de los recursos por vía de la corrupción generalizada. También con la del enorme número de impuestos vigentes y el costo que supone para el contribuyente administrar su relación con el fisco. No cabe duda que la estructura tributaria argentina tiene una innecesaria complejidad y graves distorsiones. Leemos a diario que en nuestro país están vigentes 165 impuestos (41 nacionales, 26 provinciales y 98 municipales). Es un número absurdo, sobre todo porque sólo doce de ellos explican el 91% de toda la recaudación del país. Es el resultado de décadas de improvisación, de ausencia de planificación, del estado de emergencia permanente que ha caracterizado la historia del último medio siglo.
No es objeto de esta nota analizar esa irracional estructura sino, simplemente, la oportunidad y justificación de un impuesto a las rentas inesperadas. Según datos de la OCDE, el índice de presión tributaria efectiva en la Argentina asciende a 28,6%. Esto significa que como contribuyentes, entregamos al fisco cerca del 30% de nuestros ingresos, lo que permite financiar el funcionamiento de las distintas jurisdicciones estatales, la inversión pública, las transferencias y servicios de la deuda. ¿Es mucho o poco? La respuesta no es simple, porque si bien la comparación con los índices de otros países daría una medida del sacrificio fiscal relativo, también deben considerarse otras variables importantes, especialmente la composición y peso de los distintos impuestos en el cuadro de recaudación, la posibilidad de su traslado y la evasión estimada.
¿Por qué es importante la composición? Por el carácter progresivo o regresivo de la estructura tributaria, según los impuestos recaigan más sobre los ingresos o el patrimonio (v.g. Ganancias o Bienes Personales) que sobre los consumos o las transacciones (v.g. IVA o gravámenes a la importación). Hay países europeos en los que la presión tributaria está cerca del 50% del PBI pero los servicios públicos son excelentes. En América Latina, Brasil y Uruguay tienen mayor presión tributaria que la Argentina. Pero mientras en la recaudación de los países de la OCDE, los impuestos progresivos tienen un peso parecido a los más regresivos, en América Latina representan la mitad. En cambio, en los Estados Unidos, los impuestos sobre los ingresos y utilidades casi triplican a los que gravan los consumos o transacciones.
La regresividad del sistema impositivo implica que la carga tributaria recae inequitativamente sobre quienes menos ingresos reciben o menor riqueza tienen. Quienes se oponen al aumento de tasas (por ejemplo, en las retenciones a las exportaciones) o a la introducción de nuevos impuestos, no hacen sino reproducir la queja habitual de los sectores de mayores ingresos que en cualquier país del mundo se expresa ante iniciativas de este tipo. Especialmente, cuando se trata de impuestos “directos”, es decir, que son soportados por empresas o individuos porque implican una detracción de su patrimonio, ingresos o utilidades. Cuanto mayor es su proporción en el cuadro de rentas de un país, más progresivo es el sistema y mayor su efecto redistributivo.
La posibilidad de trasladar un gravamen, es decir, de conseguir que el mismo recaiga sobre otros, varía precisamente según se trate de un impuesto directo o indirecto. El IVA es, típicamente, un impuesto indirecto, ya que lo paga (o debería pagarlo) el consumidor al ser cargado en el precio del bien o servicio adquirido. Lo mismo ocurre con el impuesto a los ingresos brutos o, incluso, con el impuesto a la renta cuando a raíz de su posición monopólica, una empresa está en condiciones de trasladarlo total o parcialmente a los precios. En cambio, el propietario de un inmueble o un automóvil, o aquellos cuyo patrimonio excede cierto nivel, habitualmente no pueden trasladar a otros lo que tributan sobre sus propiedades o riqueza.
Otra consideración importante es la posibilidad de evadir las cargas fiscales. Se estima que en nuestro país, IVA y Ganancias son evadidos en un 50%, o sea, su monto debería duplicarse. El efecto regresivo es doble, porque en la tributación a las rentas, son por lo general los grandes contribuyentes quienes consiguen eludirla a través de, entre otros mecanismos, paraísos fiscales, cambios del país de residencia, imprecisiones legales, exenciones fiscales o manipulación de precios de transferencia; y en los impuestos a las ventas (como el IVA), consiguen ser evadidos en mayor proporción por proveedores y consumidores de mayores ingresos y en una medida muy inferior en las transacciones de productos de la canasta popular.
Por eso es necesario ubicar la polémica sobre la adopción de un impuesto a las “ganancias inesperadas” en un contexto interpretativo más racional. Seguro tendría un alcance muy limitado y no resolvería la innecesaria complejidad y graves distorsiones de la estructura tributaria argentina, sólo podría contribuir a que sea un poco menos regresiva.