Tras la lectura del libro La economía de Perón, el autor reflexiona sobre el modo en que el "reino de la exuberancia distributiva" que instauró el caudillo se proyectó en la historia del país
Debatir y escribir sobre el peronismo era y es una pasión argentina que ha acumulado miles de páginas. Desde hace mucho tiempo estaba yo convencido de que no valía la pena seguir, que estaba todo dicho, y que la obstinación por agregar más páginas a aquellas miles no significaba agregar valor. Sin embargo, tengo ante mí la refutación a mi escepticismo. La economía de Perón. Una historia económica (1946-1955) es un gran libro escrito por un conjunto de diecisiete historiadores económicos de primera línea coordinados por cuatro de ellos: Roberto Cortés Conde, Javier Ortiz Batalla, Laura D’Amato y Gerardo della Paolera. Leerlo enseña, incita al debate y calienta la sangre. Estamos ante un libro que perdurará no solo porque cada uno de sus capítulos temáticos es un aporte refinado y profundo (ya no me animo a decir que definitivo) sino porque tiene una rara virtud: la de transmitir transparentemente aquello de lo que trata y la tesis que lo atraviesa.
No hay confusiones. Trata de "las temerarias medidas de la política monetaria y los cambios en el mercado laboral, el impacto en la industria y en el campo, en las finanzas y en lo fiscal. Si se tienen en cuenta los objetivos y las metas declamados por aquel peronismo, se verifica que solo una se cumplió: la mejora en la vida de los trabajadores. La contracara de esto es una sucesión de déficits y desequilibrios y un país que en 1955 estaba descapitalizado".
En una nota que escribieron en La Nación el 9 de diciembre, los editores ampliaron la idea y remarcaron que los efectos "fuertemente perjudiciales para la sociedad" de aquel peronismo "persistieron" hasta el presente porque nadie supo, pudo o quiso romper –y esta me parece la idea central del libro, sobre la que al final voy a volver– con la organización corporativa de la economía y la sociedad que ese peronismo terminó de gestar. Así pues, el libro es una potente blitzkrieg intelectual contra el peronismo, una variante mucho más robusta de "la penuria de los setenta años" que se usó por un tiempo como consigna política. Frente a eso, se verá que este comentario hace las veces de crítica más atenuada al peronismo. Los amigos ya me conocen.
Es cierto que no todos los capítulos del libro transmiten ese espíritu aguerrido, pero el libro considerado en su conjunto sí lo transmite. Basándome en los pocos capítulos que no lo transmiten y agregándole algunos condimentos propios, voy a proponer matices y diferencias respecto a la columna vertebral del argumento. La idea de la que parto es que una historia de la economía de Perón –o de cualquier otro período– necesita de dos herramientas analíticas para ser integral: por un lado, un examen del complejo contexto externo como el que hace Gabriel Sánchez en el capítulo cuatro; por otro lado, una economía política que explique la política económica, como la que proponen Federico Grillo, Sebastián Katz y José Luis Machinea en una parte de su capítulo uno.
Estamos de acuerdo en los trazos gruesos. La economía inicial de Juan Domingo Perón fue proteccionismo industrial redoblado respecto al de los años 30, sesgo antiagrario, salarios altos con pleno empleo, sindicatos monopólicos y exceso de demanda para fundar un patrón de crecimiento mercado-internista que sin embargo ya se estaba resquebrajando a mediados de 1948. Prestemos atención a este punto: apenas dos años y medio de una revolución justiciera pintaron con sus colores un tercio de la historia del país. Eso sí que es persistencia.
Hay tres preguntas para hacerse sobre esa corta coyuntura de la economía de Perón entre 1946 y 1948. La primera: ¿tenía alternativa?; esto es, ¿había un patrón de crecimiento alternativo para la economía argentina de posguerra, como sugiere Juan José Llach refiriéndose al Plan Pinedo de 1940 en una armonía interesante con el contrafáctico político del hipotético pacto Justo-Alvear, que se habría frustrado por la muerte de ambos? La segunda pregunta: ¿por qué esa experiencia entró en crisis tan pronto y obligó a Perón a virar en su política económica, convirtiendo al Perón del libro en tres Perones, como lo apuntan D'Amato, Della Paolera y Ortiz Batalla en las conclusiones? Y la tercera: ¿qué fueron y qué hicieron "los otros dos Perones" una vez que los desequilibrios macroeconómicos doblegaron al primero?
Mi respuesta a la primera pregunta es: siempre hay alternativas, pero era "difícil". Difícil hacer otra cosa muy distinta de lo que Perón efectivamente hizo, si se tienen en cuenta las tribulaciones del contexto externo, y más difícil por la economía política de la construcción del poder peronista. Vayamos por partes. Ya en el contexto externo previo al estallido de la Segunda Guerra Mundial, exportar alimentos o materias primas alimentarias se había tornado muy complejo porque la nueva potencia hegemónica, Estados Unidos, competía con la producción argentina. Para colmo, Inglaterra, que tradicionalmente le había comprado a la Argentina, imponía desde 1933 un novedoso bilateralismo que favorecía a sus socios del Commonwealth. Al mismo tiempo, y como herencia de la Gran Guerra y la Gran Depresión, el proteccionismo agrícola se consolidaba. Unos números previos a la década peronista atestiguan las dificultades. Entre 1928, el último año "bueno" de las viejas épocas agro-exportadoras, y 1938, el año previo al estallido de la Segunda Guerra, las exportaciones argentinas en dólares per capita cayeron de 90 a 32, las de Australia de 108 a 81, las de Canadá de 135 a 74, las de Nueva Zelanda de 184 a 140, las de Estados Unidos de 42 a 23. La Argentina había perdido su suerte comercial, aquella que la había acompañado entre 1870 y 1928. De hecho, su suerte se había convertido en una suerte pésima.
Pero no se trató solamente de factores externos ni solo de factores económicos, sino también de factores políticos. Perón necesitó, sobre todo en un comienzo, consolidar su poder verticalista y personalista dando a su flamante base social quizá más de lo que pedía para no estar atado a caprichos de exradicales ni a presiones sindicales, ya que exradicales y sindicalistas conformaban su joven movimiento cuando era un planeta que todavía no había enfriado y cobrado su forma definitiva. Darle más significaba más salarios, más empleo, más protección, más crecimiento, más expansión de la demanda. Hace treinta y cinco años he llamado a esto la primacía de la política, ignorando que, aplicado al peronismo, le estaba robando el término a un libro de José Pablo Feinmann de 1974.
El hecho es que entre 1946 y 1948 el peronismo fue el reino de la exuberancia distributiva y expansiva en la economía cerrada. Perón, para usar una metáfora tenística, jugaba macroeconómicamente a los flejes y ya vimos que tiró afuera varias pelotas. Mi impresión es que a Perón no le importaba tomar riesgos porque el poder estaba antes que la pulcritud financiera o los beneficios hipotéticos del comercio. No es que Perón estuviera equivocado o ignorara las reglas básicas de la economía. Eso puede ser, pero la cuestión era otra: con el poder se pueden corregir desequilibrios económicos; sin el poder no se puede hacer nada ni corregir nada. Cuando Perón le ofreció a Alfredo Gómez Morales los cargos que hasta entonces ocupaba Miguel Miranda, le preguntó: "¿Usted hubiera hecho lo que hizo Miranda?". Gómez Morales contestó que no. "Por eso no lo llamé a usted", remató Perón.
La segunda pregunta es: ¿por qué el paraíso peronista duró apenas dos años y medio?, ¿por qué a mediados de 1948 ya estaba la Argentina en default comercial?; ¿por qué ya para 1950 estaban cayendo los salarios y se estaba llevando a cabo un ajuste fiscal, monetario y cambiario que acompañó, es bueno resaltarlo, al viraje que profundizó su autoritarismo? El reflejo es responder, con la cadencia de los economistas, que los pecados se pagan. Donde hubo exuberancia habrá obligada austeridad, más austeridad cuanto más exuberancia previa. Una vez más, eso es cierto, pero no es todo a la hora de explicar la brevedad del paraíso. Mi hipótesis es que Perón, un hombre de entreguerras al que le costaba imaginar un mundo de paz, apostó, como Winston Churchill, a la tercera guerra mundial. Parafraseando a Beatriz Sarlo, Perón fue audacia, cálculo y, agrego yo, error. Quiero decir, error en el cálculo.
Dialogo al respecto de nuevo con Gabriel Sánchez y con Grillo, Katz y Machinea. Si iba a haber tercera guerra, ¿no convenía gastar todo en aras de la industrialización protegida, ya que después no nos iban, otra vez, a vender nada?; ¿no era razonable endeudarse hoy si después nos iban a obligar al superávit forzado de cuenta corriente y a la recesión como durante las dos guerras pasadas?; ¿no era comprensible incluso, que Miranda rechazara precios más bajos para los granos almacenados en el IAPI durante las negociaciones del Plan Marshall si después iban a subir?; ¿no era lógico apurarse, como hizo Perón, a retirar las libras del Banco de Inglaterra cuando se abrió la breve ventana de la convertibilidad en el verano boreal de 1947 para gastar esas libras como se gastaban los dólares? Y cuando rápidamente se cerró la ventana de la convertibilidad inglesa, ¿no era razonable canjear las libras que en un escenario bélico no se iban a desbloquear y corrían el peligro de licuarse en la eventual alta inflación, por hierros viejos llamados ferrocarriles pero que le servirían a Perón para su política pública interna y para proclamar la independencia económica? Insisto. La política económica necesita una explicación de economía política. Los errores de técnica económica que a veces creemos percibir, no necesariamente son errores políticos. Algunos de ustedes deben estar aburridos de escucharme esto desde hace casi cuatro décadas. Y ahora lo repito como comentario a este libro.
Quiero decir entonces que Perón fue audacia y cálculo, pero solo se convierte en "irresponsable" porque en el cálculo hay un error. Eso a cualquiera le pasa. Los errores son propios de un mundo incierto, y vaya si era incierto aquel mundo, aun para ese egresado brillante de la Escuela Superior de Guerra que se jactaba de conocerlo. Curiosamente, el error recién queda en completa evidencia para el estratega Perón el 11 de abril de 1951, cuando Harry Truman destituyó al general Douglas MacArthur del mando en el frente coreano. MacArthur era el más popular vocero de la tercera guerra mundial en Estados Unidos. Desde su mutis por el foro, se hizo cada día más probable que la guerra fría desplazara a la guerra caliente y el primer Perón quedara en off-side. Y quedó en off-side.
Entonces llegamos a la tercera pregunta, la de los tres Perones: ¿qué hizo Perón cuando, bastante antes de las desventuras de MacArthur, quedó bloqueado el paraíso popular? Entre enero de 1949 y noviembre de 1951, asolado por la escasez de dólares, se abocó -ya lo hemos anticipado- a un ajuste fiscal y monetario que revirtió parcialmente los desequilibrios macroeconómicos y al mismo tiempo corrigió moderadamente los precios relativos a favor del sector agropecuario. En ningún otro texto se cuenta esta historia mejor y más puntillosamente que en las actas reservadas del Consejo Económico Nacional. Ese fue el segundo Perón. Entre noviembre de 1951 -su reelección- y septiembre de 1955 -su caída- emergió el tercer Perón, el de éxito más improbable, el que lanzó y ejecutó, en medio de la desconfianza de sus partidarios y de una crítica enconada y unánime de la oposición, un programa de estabilización y desarrollo, cortejando sin disimulo a los Estados Unidos y a la inversión extranjera. La palabra clave de ese programa ya no fue justicia social; las palabras claves fueron inversión y, sobre todo, productividad. Había acumulado poder político para ese acto de arrojo. El protodesarrollismo estaba naciendo. Era un protodesarrollismo a medio hornear. La aspiración de satisfacer aún más las demandas de justicia social y de consumo popular ya no estaría en el centro de la escena, pero, a diferencia de lo que iba a hacer Frondizi desde 1959, no podía ser sacrificada por completo.
Lo que quiero decir con la historia de los tres Perones es que Raúl Prebisch solo tuvo razón a medias en 1955 cuando, tentado por sus aspiraciones políticas, sobreactuó su crítica a la década peronista como si esos años hubieran sido un todo monótono, una historia uniforme. Es cierto que la economía estaba descapitalizada, pero había un proyecto parcial para corregir eso; en el trienio 1953-1955, después de la sequía, el crecimiento superó el 5% anual y la economía continuaría expandiéndose hasta 1958; en ese mismo trienio el componente estabilizador de su programa fue un éxito: la inflación fue mucho más baja que la de Chile y bastante más baja que la de Brasil. Perón, pues, no cayó por la economía. Cayó porque su autoritarismo creciente se había vuelto loco y eso se expresó, en una dimensión no económica, en su conflicto con la Iglesia. Los autoritarismos suelen volverse locos, sobre todo en un país especialmente difícil de gobernar como la Argentina. Allí reside mi frágil esperanza en que algún día puedan converger en nuestro país democracia liberal y justicia social como un antídoto contra la locura. Pasan los años y no lo excluyo.
Un último punto sobre la persistencia de "los efectos nocivos" peronistas, tratado en el epílogo de Roberto Cortés Conde. La hipótesis del corporativismo que se prolonga en el tiempo me parece muy interesante, pero deberíamos profundizar la discusión. La idea de Roberto Cortés Conde de que la inflación crónica argentina es la consecuencia de un orden corporativo que se resiste a morir y deja a los ciudadanos comunes a la intemperie, desafía la razón fundamental por la que el neocorporativismo emergió en Europa central y del norte, en Alemania, en Israel y hasta en Uruguay, justamente para controlar el conflicto distributivo, la emisión monetaria y la inflación. Habrá que discutir entonces con Philippe Schmitter y con los despojos que sobrevivan de la socialdemocracia sueca de viejo cuño, a la que el Perón de regreso al país después de su exilio le declaró su amor, quizás por la fascinación y la envidia que suscitaba en él esa experiencia de exactamente cuarenta años en el poder con las clases sociales en armonía. La segunda prueba para la tesis del corporativismo como la madre de todos los males nace de un interrogante que yo no sé contestar y le transfiero a Cortés Conde: ¿podemos, todavía, calificar como corporativista a una sociedad en que pesan políticamente más los sectores marginales en un mercado de trabajo flexible de facto que el Movimiento Obrero Organizado, representante de los trabajadores formales y protegidos?; ¿no ha sido el viejo corporativismo en su versión potente de los años 40 y 50 una víctima del estancamiento y la fragmentación social, y no su causa?; ¿no será ese uno de los ingredientes que alimenta la brecha entre peronismo y kirchnerismo en el siglo XXI?
Quiero terminar con un punto menor pero que nos dice algo más sobre la historia posterior a 1955 y su relación con el peronismo original: la consolidación de un proyecto corporativista con los sindicatos monopólicos en el centro quizás haya terminado de construirse, aunque duró poco, con Perón ya en el exilio, cuando los felices dirigentes sindicales desembarazados del peso molesto del líder que se empeñaba en disciplinarlos, se recibieron de empresarios con filiación neoperonista al hacerse cargo de las obras sociales. Probablemente la Comunidad Organizada de Perón haya sido tanto o menos corporativista que Onganía, y estemos dando batallas con un foco que habría que calibrar mejor.
En fin, siempre hay mucho para charlar y discutir a propósito de un buen libro. Felicito por él a todos los autores.
Historiador económico; profesor emérito de la Universidad Torcuato Di Tella
LA ECONOMÍA DE PERÓN
Roberto Cortés Conde, Javier Ortiz Batalla, Laura D'Amato y Gerardo della Paolera (editores)
Edhasa