Debate clave: democracia e inteligencia artificial
Todas las épocas plantean cuestiones definitorias sobre el futuro de la civilización y la dirección que toma la humanidad. A casi un cuarto de este siglo, ya está claro que la relación entre la democracia, cuando en el corriente año más de la mitad de la población global va a las urnas, y la inteligencia artificial constituye el gran debate de nuestro tiempo.
La inteligencia artificial conlleva riesgos que nosotros, los que vivimos y queremos seguir viviendo en democracia, nunca hemos enfrentado. Son amenazas nuevas, por su especificidad y magnitud, que pueden perturbar violentamente el equilibrio social y la robustez de los valores liberales que seguimos.
Los riesgos aparecen, en primer lugar, en el nivel del mercado laboral. Claro que anteriores choques tecnológicos, como el desencadenado por la aparición de las computadoras y el ordenador personal, también resultaron un cambio sustantivo en las modalidades de empleo y muy destructivo sobre el trabajador menos cualificado y que no pudo adaptarse a los cambios. Pero nunca en esta escala: según un informe del Fondo Monetario Internacional presentado en Davos, el 40% de los empleos en todo el mundo se verá afectado por la inteligencia artificial. Otra novedad histórica: el impacto será tanto mayor cuanto más cualificado sea el empleo.
En segundo lugar, en el nivel del fenómeno de la desinformación, que representa un dilema dentro de la democracia. Por un lado, no podemos evidentemente criminalizar las fake news, porque sería atentar contra la libertad de expresión. Por otro lado, no podemos seguir asistiendo de brazos cruzados a la persistente manipulación de la opinión pública, particularmente en períodos electorales y muchas veces con actores extranjeros involucrados. Manipulación cada vez más profesional y sofisticada y que, recurriendo a la inteligencia artificial, pone en boca y en voz de presidentes y candidatos cosas que ellos nunca dijeron.
El tercer gran riesgo se sitúa en el campo de los derechos y libertades individuales, como la privacidad. En cierta medida, la inteligencia artificial es una obra maestra a los ojos autocráticos. Ninguna otra tecnología facilitó tanto la vigilancia masiva y ha sido capaz de rastrear, en tiempo real, dónde se encuentra cada ciudadano en cada momento, recurriendo, por ejemplo, al reconocimiento facial. Otra caja de Pandora es la policía predictiva, es decir, el uso de algoritmos, tantas veces opacos, para identificar el potencial criminal de determinados individuos o comunidades. Ni pensar en la mala utilización del patrimonio genético con la evolución predictiva que tiene el genoma humano.
Por último, importa resaltar que, sin la debida regulación, la inteligencia artificial podría agravar aún más las desigualdades, ya hoy en punto de ebullición en algunas sociedades democráticas. Sobre todo, por dos vías: la concentración de poder en un pequeño número de gigantes empresariales de media docena de países, y la distancia aún mayor que esta tecnología puede abrir entre el rendimiento del trabajo y el del capital.
La convergencia entre democracia e inteligencia artificial presenta un escenario de posibilidades sin precedentes, brindando innovaciones y mejoras en diversos aspectos de nuestras vidas. Pero es imperativo abordar con urgencia los riesgos inherentes a esta relación para salvaguardar los valores fundamentales de nuestra sociedad. En este crucial diálogo entre beneficios y riesgos, la responsabilidad recae en la sociedad en su conjunto, desde legisladores hasta universidades y ciudadanos, para garantizar que este avance tecnológico se integre de manera justa y equitativa en el tejido de nuestras democracias.
Politólogo, sec. gral. PDP y exembajador en Portugal