Deambular gozoso por la ciudad
Silvia HopenhaynPara LA NACION
Hay una palabra difícil de traducir: flâneur. La acuñó Baudelaire a mediados del siglo XIX, en Spleen de París (1862) y El pintor de la vida moderna (1863), y ya la había esbozado Rousseau en su escrito Sueños de un paseante solitario, de 1782. En 1840, Edgar Allan Poe le otorgó un sesgo paranoico en su relato "El hombre de la multitud" y el filósofo Walter Benjamin la relanzó en las primeras décadas del siglo XX. Proviene del verbo "flaner", que significa "vagar", "pasear", pero también "perder el tiempo", "holgazanear". En todo caso, esta palabrita requiere un escenario preciso, de coordenadas tan estimulantes como inciertas: la ciudad. También, perderse en el azar de la contemplación. Dejarse llevar. Como decía Baudelaire, tropezar con palabras como con adoquines.
Las ciudades más afines al flâneur eran dos: Londres y París. Pero Buenos Aires se presta a esta experiencia. Y hasta la renueva; acá se callejea. No es la mirada altruista ni el husmeo decadente. Es una errancia con sustento, las ganas de andar. El mejor ejemplo, que a la vez es una contagiosa propuesta de valiente vagabundeo, es el libro Buenos Aires, dos mil calles y un gato (recién editado por Edhasa), de Hugo Caligaris y Laura Linares, dos empedernidos del empedrado, siguiéndole el juego a Baudelaire. De gran belleza fotográfica y texto informado y juguetón, el libro muestra cómo la ciudad se ofrece. "Buenos Aires es mutante, sin duda y sin pena. Con tantos parentescos que no se parece a nadie y tanto frentista espontáneo que su dibujo urbano no tiene final. Nada fácil resulta aquí «tener calle»; pero en cambio, sí es muy posible lanzarse a ella por el irremediable gusto de vagabundear. Y allá fuimos, los valientes, a la calle", escriben Caligaris y Linares, periodistas de reconocida trayectoria en La Nacion.
El libro está dividido en capítulos de calles y barrios. Y en cada uno la ciudad se expande en mitos, letras de tango, citas literarias (Borges, Marechal, Fernández Moreno, César Tiempo); hallazgos históricos (como la construcción del Kavanagh por despecho obstruyendo la vista de la iglesia del Santísimo Sacramento); nuevas reliquias (el barrio chino); anécdotas insólitas (la vez que el director del zoológico, sin comida para el oso polar, le pidió unos peces al director del vecino Jardín Japonés, que lloró por sus besuconas carpas al enterarse de que fueron a parar a las fauces del oso); servicios variados, como la lista de todas las bibliotecas públicas de la ciudad, o el delivery de 24 horas de flores.
El itinerario cuenta con insospechados grafitis, marionetas, músicos, lustradores, así como monumentos raros y clásicos, árboles, pocillos de café y hasta un gato. La ciudad se muestra alegre, sensual y cercana, incluso en sus penurias; aparecen las villas y los márgenes. El deambular gozoso incluye la mirada lúcida. La de los autores. Pasear por la ciudad es una forma de pasear por la vida.
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