De viaje con Shakespeare
Cada vez que viajo por un país que no es este compro un ejemplar de Romeo y Julieta. Sin falta y aunque no lo necesite, aunque no sepa ni hablar ni leer en el idioma en que está escrito, aunque en total ya lo tenga doce veces. Es una costumbre que me robé de una amiga, que hace lo mismo con El principito de Antoine de Saint-Exupéry, y me gusta. Me gusta verlos uno al lado del otro en el estante más alto de la biblioteca. Me gusta la supremacía que destilan, todos juntos, como los miembros de un clan, porque William Shakespeare me gusta.
A los 25 años viajé al Reino Unido por él. Tracé en un mapa de papel dentro de la guía Lonely Planet que llevé siempre encima el recorrido que quería hacer y puse en el centro Stratford-upon-Avon, el lugar en que nació. Y me fui. Era julio, el mundo tenía miedo por otra pandemia, tan distinta, la de la gripe A, y yo recuerdo que me había puesto calzas negras, unas medias blancas por encima, casi hasta las rodillas, como para remarcar que aún me sentía una niña, que esa era una despedida, y las zapatillas violetas que me había regalado mi hermano una Navidad. No era lo único que llevaba de él. También viajé con su mochila inmensa, la que usó para escalar el Aconcagua esas dos veces, creo que fueron dos, creo que de hecho una fue durante un año nuevo. Varias noches pienso en aquello, tan lejano hoy, mi hermano solo aunque con un amigo, pero solo, con frío y en la nada. Yo también estaba sola, con su mochila, rumbo al país de mi escritor favorito. Esa fue mi montaña.
Nunca le pregunté a mi hermano qué quería ver si llegaba a la cima, qué buscaba. Yo en ese momento, ese día en que me subí a un avión totalmente desconcertada, tampoco lo sabía. Pero escribí. Llevé un diario de viaje, el primero de muchos (hoy es otra costumbre que tengo) y ahora lo releo para este texto, para entender por qué quise irme. Y encuentro cosas, detalles, vacíos, ritmos, palabras y creo que lo hice para acostumbrarme a la soledad. Para acostumbrarme a la soledad me fui tras un muerto. Porque me estaba quedando sola y tenía miedo. Entonces visité la casa en la que nació el muerto, la casa en que murió, la casa de su hija, la taberna en la que supuestamente le gustaba beber y los lugares que lo inspiraron para sus obras según dicen los que allí viven, al sur de Birmingham. Me fui tras un muerto para sentirlo vivo y así yo menos sola. Eso es algo que hago mucho. Lo persigo para que no desaparezca, lo releo cada tanto para no olvidar y saber que allí está. Que yo también.
Por eso me molesté cuando hace unas semanas, en un canal de cable, una locutora anunció la muerte de un tal William Shakespeare a causa de coronavirus, la pandemia de hoy, y creyó que era la de él, la del autor de Romeo y Julieta. Ella, ahí parada, con un vestido negro elegante y muchas pantallas de fondo, estaba destruyendo con un par de palabras y mucha liviandad tanto esfuerzo personal. Es cierto también que me enojé como me enojo con mi novio cuando le pido que no sea testarudo y que lo lea a Shakespeare porque lo vale y él me contesta que no, que esa no es la literatura que disfruta, que no quiere leer teatro. Yo creo que Shakespeare es un poco como terapia, le hace bien a todo el mundo. Por eso no quiero que nadie no lo conozca, que nadie no sepa que murió en abril de 1616, a dos días de mi cumpleaños, que nadie no lea al menos para saber, para quejarse, una de sus obras, que no tiene por qué ser Romeo y Julieta si piensan que es demasiado romántica, que puede ser cualquier otra, La tempestad, Mucho ruido y pocas nueces, Trabajos de amor perdidos.
Matar a Shakespeare es justo lo que no necesito. Porque si eso pasa, si la gente deja de leerlo, si ya nadie compra sus libros, si ni la televisión lo recuerda, esos días tan míos pueden desaparecer. Irse. Y qué me queda.