De Venezuela, una inspiración para nuestra vida cotidiana
Hay un modelo venezolano que nos ofrece inspiración. Es el que se ha forjado en la diáspora, el que protagonizan, con dosis extraordinarias de dignidad y coraje, los millones de ciudadanos que han debido abandonar su país para encontrar alivio en otras partes del mundo. Muchos han elegido la Argentina, y aquí dan todos los días, en diversos ámbitos sociales y laborales, un conmovedor testimonio de integridad, de fortaleza, de sacrificio y resiliencia.
La jerga cotidiana tiende a asociar a Venezuela con el chavismo. Es una injusticia, porque Venezuela son los venezolanos. Y la inmensa mayoría es gente que cree en la libertad, en la dignidad de su propio esfuerzo y en el valor de la solidaridad
La jerga cotidiana tiende a asociar a Venezuela con el chavismo. Es una injusticia, porque Venezuela son los venezolanos. Y la inmensa mayoría es gente que cree en la libertad, en la dignidad de su propio esfuerzo y en el valor de la solidaridad.
Vale la pena mirar a nuestro alrededor y reparar en las historias de tantos venezolanos con los que nos cruzamos detrás de un mostrador, en bares o restaurantes o en las colas de aspirantes a un empleo. Muchos trabajan en la prestación de servicios: son repositores, mozos, enfermeros o cajeros. Otros hacen delivery o realizan tareas domésticas. Entre ellos, una buena proporción tienen título universitario o alguna especialización. Tuvieron que dejar todo: familia, casa, amigos, identidad y pertenencia. Asfixiados por un régimen que ha degradado la vida en Venezuela hasta niveles sofocantes, no tuvieron alternativa. Optaron, en buena medida, por países en los que podían acceder a un estatus de residentes con mayor agilidad. Entre ellos está la Argentina, que aun con crisis económica y escasez de oportunidades les ofrece un marco de legalidad y una sociedad históricamente receptiva a las corrientes migratorias, además de cierta proximidad cultural.
Protagonizan lo que algunos especialistas definen como "migración de supervivencia". No vienen, como los inmigrantes del siglo XIX, a hacer la América. Vienen en busca de las cosas más elementales: alimentos básicos, remedios, papel higiénico, luz (aunque sea con apagones frecuentes) y un empleo, aunque esté muy por debajo de sus calificaciones. Solemos cruzarnos más seguido con venezolanos jóvenes, a los que la Argentina también atrae por la gratuidad universitaria. Pero hay muchos de mediana edad y adultos mayores que también han venido en los últimos años. Abundan los casos de familias en las que han migrado las tres generaciones: abuelos, padres e hijos. Muchos lo han hecho por sus mayores, dependientes de una medicación que ya era imposible conseguir en su país.
Solemos creer que los héroes están en las trincheras o en los pedestales. Muchos, sin embargo, están detrás de un mostrador. La periodista Carolina Amoroso –que ha escrito un libro extraordinario sobre el costado humano de la migración venezolana– habla de los inmigrantes de ese país como "héroes de la esperanza, de la resiliencia y de la valentía". Por eso son un modelo inspirador y un verdadero ejemplo en una Argentina que muchas veces parece regodearse en la queja fácil y que ha olvidado, en muchos casos, la cultura del trabajo y la dignidad del esfuerzo.
Vale la pena mirar en profundidad la historia de un ingeniero venezolano que reparte pizzas en Buenos Aires, o la de una profesora de la Universidad de Zulia (Maracaibo) que vende planes de ahorro en La Plata. Lo hacen con una dignidad y una responsabilidad que resultan conmovedoras. Pero además lo hacen con agradecimiento y alegría. Por supuesto que su historia está cargada de dolores y de llantos (Llorarás se llama el libro de Carolina Amoroso), pero no hay resentimiento, no hay odio ni rabia. Hay integridad y estoicismo para aceptar, sin que eso suponga resignación ni derrotismo.
Vienen a un país donde saben que las oportunidades no sobran, pero se muestran agradecidos. Vienen, también, a un país donde el chavismo goza de ciertas simpatías y complicidades desde el poder, pero también desde una militancia urbana que exalta el panfleto ideológico e ignora los padecimientos humanos. Sin embargo, no vienen a confrontar ni a acentuar antagonismos. Vienen a sobrevivir, y por eso muchas veces callan y lloran en silencio. Son hombres y mujeres que han quedado huérfanos de patria. Se la ha arrebatado un régimen totalitario que, paradójicamente, se atribuye una epopeya revolucionaria. La angustia contenida de los inmigrantes, sus penurias y su duelo chocan de frente contra el relato de "la revolución".
Hasta mediados de 2019, según estimaciones de la ONU, 4.500.000 venezolanos habían dejado su país. Solo en 2018, 70.000 se radicaron en la Argentina, aunque muchos han vuelto a migrar por falta de oportunidades. Venezuela dejó de ser aquel país que abría sus brazos a la inmigración para ser una nación que expulsa en masa a sus ciudadanos. Con características y contextos diferentes, no puede ignorarse que la Argentina también empuja a muchos a dejar su tierra.
Mirar con atención la migración venezolana nos da la oportunidad de valorar un modelo de tenacidad y de dignidad humana que merece ser reconocido y admirado. Nos da, también, la oportunidad de valorar uno de los mejores rasgos que, a pesar de todo, la Argentina ha conservado: el de la hospitalidad. Somos –más allá de factores económicos y de desviaciones evidentes– un país receptivo a la inmigración, que conserva reservas de solidaridad y de apertura para facilitar la integración.
Es cierto: existen historias de abusos y casos de aprovechamiento de la debilidad del inmigrante. Pero existe también valoración. Muchos empleadores encuentran en inmigrantes venezolanos un estándar de responsabilidad y compromiso por encima del promedio. Son cosas simples, pero que cotizan en alza: llegan con puntualidad, no están mirando el reloj para irse, levantan la mano cuando hay una tarea extra, no se desesperan si tienen que trabajar un fin de semana. Tienen, además, vocación de servicio y prestan especial importancia a la calidad de la atención y la corrección en el trato. "Más que extranjeros parecen marcianos", ironiza un pequeño empresario del rubro gastronómico.
La condición de inmigrantes (cualquiera sea su nacionalidad) suele activar una fortaleza y una capacidad de adaptación y resiliencia que, en muchos casos, las personas ni siquiera sabían que tenían. Eso hace, por ejemplo, que muchos estén dispuestos a hacer tareas que no harían en su propio país (desde lavar copas hasta cantar en los trenes), tal vez porque juegan de otra manera valores tan inasibles como el orgullo y el amor propio; quizá por la idea de que el extranjero debe pagar cierto "derecho de piso". Así como se valora aquí el compromiso de los inmigrantes venezolanos con la cultura del trabajo, los inmigrantes argentinos son reconocidos en el mundo por su capacidad innata para lidiar con dificultades y su creatividad para resolver desafíos. Los inmigrantes, en general, tienen la fuerza de los que saben que dependen de sí mismos. La cultura inmigrante es una cultura del esfuerzo, forjada en la certeza de que no tiene nada que esperar del Estado. Es una cultura que contrasta con esa demagogia que desprecia el mérito, el esfuerzo y la excelencia.
En tiempos de fragmentación e intolerancia, en los que las redes destilan prejuicios y xenofobia, es sano reivindicar a la inmigración como fuente de inspiración y aprendizaje. En los miles y miles de venezolanos con los que nos cruzamos en nuestra vida cotidiana, tenemos una lección: son protagonistas del milagro de seguir adelante. Y lo hacen con dignidad, con dolor pero a la vez con alegría, con convicciones firmes pero sin rencores. No son meros sobrevivientes. Son un testimonio de coraje y esperanza.