De Saavedra Lamas a Cafiero, el Estado en un tobogán
Los balbuceos en inglés del canciller y la grosería con que insultó a un periodista exponen un problema de fondo: la degradación formativa e intelectual de los funcionarios, que suele terminar asociada a una degradación ética
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Cualquier argentino que hoy tenga 84 años nació en un país en el que ejercía como canciller un premio Nobel de la Paz. No hace falta remontarse a épocas prehistóricas: en 1938, el ministro de Relaciones Exteriores era Carlos Saavedra Lamas, quien dos años antes (por sus logros en esa función) se había convertido en el primer latinoamericano en obtener la distinción más prestigiosa del mundo. ¿Qué pasó entre aquella Argentina y la de hoy, en la que su canciller balbucea en inglés e insulta a periodistas con un lenguaje chabacano?
El de Santiago Cafiero no es, en realidad, un caso aislado. Es el exponente de un problema de fondo: la degradación formativa e intelectual de los funcionarios del Estado, que termina frecuentemente asociada a una degradación ética. La Argentina ha perdido jerarquía en la función pública, y tal vez en ese deterioro resida una clave fundamental de su crisis estructural. No es solo el canciller, aunque en ese cargo la chapucería resulte más visible y más chocante. Toda la estructura administrativa y técnica del Estado ha perdido solvencia y rigurosidad profesional. La distancia entre Saavedra Lamas y Cafiero tal vez permita medir hasta qué punto ha llegado ese deterioro, que atraviesa todos los estamentos del servicio público.
Si algo caracteriza a las democracias más sólidas del mundo, son estructuras públicas de altísima calidad. Los funcionarios de carrera acceden por concurso, están sometidos a evaluaciones periódicas y ascienden a través de sistemas muy exigentes que demandan una constante capacitación. No es solo una característica de Estados Unidos, Francia o Alemania, sino también de Brasil, Uruguay y Chile. La Argentina supo tener esa misma calidad. ¿Cuándo dejó de tenerla?
Como en todos los procesos complejos, suele ser difícil precisar el exacto momento en el que se iniciaron. Pero en las últimas décadas se ha impuesto una cultura del amiguismo, la obsecuencia, la nivelación hacia abajo y la demagogia que ha conspirado contra la calidad y la excelencia en el servicio público. En el ámbito de la cancillería y la diplomacia, eso se ha hecho tan grosero como evidente. El Instituto de Servicio Exterior de la Nación ha sido históricamente una escuela de altísimo nivel para la formación de funcionarios de carrera. Sin embargo, tanto la Cancillería como las embajadas y los consulados hoy están colonizados por militantes y amigos del poder, con escasa o nula formación en los pliegues y sutilezas de la política internacional.
Esa colonización del amateurismo y la obsecuencia no se verifica solo en las primeras líneas, sino también en todos los peldaños del escalafón público. De esa manera, el Estado se queda sin red y se devalúa a sí mismo; pierde capacidad de gestión y queda en franca desventaja en un mundo cada vez más competitivo.
El episodio de Cafiero en Dubái muestra algo más inquietante que un canciller con dificultades expresivas. En una de las filminas que exhibió en ese escenario internacional se confundía el verbo improve (mejorar, en inglés) con improvice (improvisar, si se hubiera escrito con s). La confusión es reveladora: desnuda a un gobierno cada vez más entregado a la improvisación, pero a la vez exhibe la erosión de la calidad técnica en el Estado. Se supone que el material que va a presentar el canciller ante un auditorio extranjero es elaborado y supervisado por personal idóneo y calificado. ¿También nombraron a militantes en el cuerpo de traductores de la Cancillería?
El problema no es solo con el inglés ni es exclusivo de ese ministerio. Si se lee, por ejemplo, una carta de cuatro párrafos que el Presidente le envió el 8 de julio de 2021 a su par de Bolivia (firmada de puño y letra), se advertirá que se confunden los verbos “perpetuar” y “perpetrar”, sin que ese sea el único error. En el texto –distribuido a la prensa local e internacional con membrete del Presidente de la Nación Argentina– se escribe “las fuerzas que perpetuaron el golpe de Estado” en lugar de las que “perpetraron el golpe…”. Puede parecer un detalle menor, acaso insignificante, pero también revela algo de fondo. ¿Cuántos funcionarios y asesores intervienen en la redacción y corrección de una carta enviada por un jefe de Estado a otro? ¿Con la misma ligereza se escriben los decretos presidenciales? ¿Qué confianza inspira la calidad técnica del trabajo realizado en la cima de la estructura pública? Es inevitable sospechar que esta misma falta de precisión y de rigurosidad tiñe la acción de gobierno frente a problemáticas tan complejas y desafiantes como las de la inflación, la salud pública, la educación y las relaciones internacionales. Si la realidad se esconde en los detalles, debemos ver en estos errores (aparentemente menores y anecdóticos) el síntoma de algo mucho más grave.
En los últimos días se supo que la titular del PAMI dispuso la designación en planta permanente de más de 200 empleados, muchos de los cuales no tenían título secundario. No es un dato desconectado de las filminas de la Cancillería ni de la carta del Presidente ni del discurso de la senadora que habló de “la espada de Dómacle”. Son todos eslabones de la pérdida de calidad técnica en los estamentos en los que se decide el futuro de la Argentina. Lo paradójico es que esta degradación de “lo público” se ha profundizado mientras se hablaba de “fortalecer el Estado”. Hay una dirigencia que, envuelta en la bandera del estatismo, ha consolidado –en todos los niveles– una administración cada vez menos idónea y menos confiable. Es una ideología que combate la calidad y el saber, exalta como virtudes la improvisación y la audacia, y estigmatiza como “excluyentes y elitistas” la evaluación y la exigencia.
Lo que vemos en la Cancillería es la punta del iceberg. La Argentina desmanteló sus escuelas de formación en distintos ámbitos de la función pública. Basta poner la lupa sobre las escuelas de policía o sobre la formación docente para ver que aquella distancia entre Saavedra Lamas y Cafiero se verifica en casi todos los órdenes. En aquella Argentina que tenía a un premio Nobel como canciller, cualquier maestra de Lengua recitaba a Virgilio de memoria, y cualquier cabo de policía había pasado por la exigente formación de la Escuela Vucetich, donde nadie se recibía sin estudiar antropología forense. El servicio público daba prestigio. Existía la carrera administrativa. Un jefe de departamento era un funcionario de consulta; se valoraban la experiencia y la especialización. La política, en cualquier dependencia técnica, se subordinaba ante la idoneidad y el saber.
Esa solvencia funcionaba como reaseguro del sistema y dotaba a las instituciones de solidez y prestigio. La jerarquía de los funcionarios de carrera ponía al Estado por encima del gobierno de turno; reforzaba un hilo que le daba estabilidad y continuidad a la gestión pública. Por eso, la de los recursos humanos en el Estado es una cuestión esencial, no solo para la calidad del servicio público, sino para la de la propia arquitectura institucional. Con funcionarios que no pueden asegurar la precisión de un texto, o de una filmina, se debilita en definitiva la propia institucionalidad.
Cafiero, con sus sospechas sobre el inglés y sus festejadas bravuconadas en una entrevista radial, no desentona en un país donde el saber ha perdido prestigio. Después de haber sido canciller y premio Nobel, Carlos Saavedra Lamas fue rector de la Universidad de Buenos Aires (entre 1941 y 1943). ¿Será Cafiero el próximo rector en La Plata, donde acaban de distinguir a Milagro Sala “por su obra y su trayectoria”? Tal vez estemos a tiempo de evitar que el círculo se cierre de esa manera. No se trata de volver al pasado –mucho menos a una época en la que había otras graves fragilidades institucionales–, pero sí de rescatar valores que se han extraviado. Todavía quedan testigos, y protagonistas, de una Argentina que valoraba la excelencia en la función pública. ¿Por qué tendríamos que resignarnos al triunfo de la mediocridad?