De renuncias, renunciamientos y clamores
¿Macri hizo un renunciamiento, renunció, o nada de eso, sólo dijo que no será candidato pero sin renunciar a nada, porque no se puede renunciar a algo que todavía no se llegó a ser? Hay cierto lío con las palabras en el agitado escenario público. En realidad el lío es con la historia argentina, plagada de renuncias memorables, no todas francas. La cultura política en la que Macri anunció su decisión, causante de intenso oleaje, tal vez merezca ser sumada a la interpretación de los hechos coyunturales.
No se trata, desde ya, de un tema estrictamente lexicográfico, pero es evidente que para el oído argentino la palabra renunciamiento tiene cierta carga emocional debido a que, seguida del adjetivo “histórico”, bautizó la leyenda de la decisión de Eva Perón, o la supuesta decisión suya que muchos creen que en verdad fue de Perón, de rechazar la candidatura a vicepresidenta en 1951 que le ofrecía la CGT.
Es curioso ahora encontrar en la prensa kirchnerista, por ejemplo, un título que dice “Kicillof opinó acerca del renunciamiento de Mauricio Macri”. El gobernador no usó esa palabra evitista para el expresidente, objeto de sus diatribas diarias, pero nadie parece tener muy presente la diferencia con renuncia, entre otras cosas porque el diccionario tampoco atiende el sesgo peronista de renunciamiento.
Renunciar viene del latín. “Renuntiare” significa abandonar, desistir. Trae de fábrica el accesorio noticioso. “Re” es hacia atrás, de nuevo. “Nuntius”, noticia.
En la política argentina las renuncias resultaron noticias altisonantes unas cuantas veces, aunque tal vez sería más justo decir que lo abundante fueron las renuncias truchas, las amainadas, carentes de sinceridad. Rubro en el que descuella desde hace veinte años la familia Kirchner.
En 2007 Néstor Kirchner se convirtió en el primer presidente de la historia en renunciar a la reelección pudiendo aspirar a ella. Podía en los tres sentidos: primer mandato completo (una rareza que no ocurría desde 1995, la vez anterior había sido en 1952), habilitación constitucional (desde 1994 hay una reelección consecutiva) y certeza política de ganar. No fue la suya una renuncia magnánima, sin embargo, por un par de motivos bien conocidos: uno, la beneficiaria del gesto resultó ser su esposa, seleccionada en internas de un solo voto, algo bastante parecido a una abdicación en una monarquía; y dos, con ella pensaba alternarse en el poder quién sabe por cuánto tiempo, es decir, crear una diarquía.
La siguiente renuncia de Néstor Kirchner, de carácter “indeclinable”, fue a la presidencia del Partido Justicialista horas después de perder las elecciones legislativas de 2009 contra Francisco de Narváez. En un mensaje grabado en la residencia presidencial de Olivos, donde seguía viviendo por ser “primer caballero”, explicó a todo el país la trascendencia institucional del paso al costado que había resuelto dar: “creemos que esto mejora la calidad política, por eso renuncio indeclinablemente a la presidencia del partido”. Meses después reasumió la presidencia del partido, aunque ya no volvió a referirse a la calidad política. Simplemente quien se había quedado a cargo le devolvió la silla con adulaciones, en un típico acto peronista. Era Daniel Scioli, que hoy continúa atento a las renuncias del entorno.
En 2019, Cristina Kirchner, líder principal del peronismo, jefa indiscutida del kirchnerismo, renunció de hecho a ser candidata a presidente al anunciar que ella apenas iría por la vicepresidencia. Para el cargo mayor traía a un recomendado. Fue, desde luego, una renuncia artificial, podría decirse una no renuncia, sazonada, eso sí, con entrega patriótica: “Yo estoy dispuesta a aportar desde el lugar que pueda ser más útil”, decía aquel sábado con novedosa humildad. La realidad era que, ante la opción de encabezar la fórmula rumbo a una derrota segura prefería volver electoralmente agazapada detrás de un dirigente de traje gris, versátil, dialoguista, supuesto moderado, ajustable a cada necesidad, reputado conocedor de los vericuetos judiciales, o por lo menos eso creyó ella.
Máximo Kirchner, para seguir un orden cronológico, tuvo su propia renuncia a medias cuando alborotó la política disgustado con la negociación de su gobierno con el FMI y abandonó la presidencia del bloque oficialista, no el bloque ni la banca.
Después vino, el 6 de diciembre de 2022, la renuncia más enfática, la más altisonante que haya habido en la historia argentina. La de Cristina Kirchner, de nuevo, a una candidatura presidencial. No al cargo presente, nunca pensó en dejar de ser vicepresidenta, sino a uno futuro. Renunció, según sus palabras, a cualquier candidatura para las elecciones de 2023. “¡No voy a ser candidata a nada, a nada!”, exclamaba por televisión, repujando la palabra nada con una amalgama de furia, despecho y revancha. “Ni a presidenta ni a senadora, mi nombre no va a estar en ninguna boleta”. Sucedió horas después de ser condenada a seis años de prisión por administración fraudulenta de bienes del Estado.
Reacción intrincada puesta en duda de inmediato, acaso por aquello de que a las renuncias (por lo menos algunas) se las lleva el viento. No es fácil encontrar antecedentes de alguien que siendo segunda autoridad institucional de un país se denuncia proscripta y que bajo ese mote hediondo casi se inmola. La cuestión es todavía más compleja, porque ella misma, la vicepresidenta, mandó a sus seguidores a ejecutar un operativo clamor, que es como se conoce en la Argentina a la coreografía de renunciar en forma grandiosa a algo y al mismo tiempo ordenarles a las huestes que le imploren por favor que reconsidere la renuncia, cosa de inocularle gloria al asunto, todo para acabar diciendo “el pueblo me lo pide”.
La sentencia que la condenó no está firme, eso lo sabe todo el mundo, hasta los kirchneristas, pero resulta que tampoco está firme la firme renuncia de la condenada a ser candidata. Los primeros que no le creen son ellos, sus seguidores, aunque eso podría ser atribuido a la orden que les dio ella (o sus segundos), que en los actos le canten “Cristina presidentaaaaaaaa”. Difícil saber todavía si estos laberintos de la razón, agravados por una militancia lógicamente inquieta por la preservación de sus empleos públicos, reponen exitosos minués políticos de antaño o sólo están enmascarando un final de época y buscan disimular cierto extravío.
El molde maestro del peronismo siempre fue el del 17 de octubre de 1945, jornada histórica reivindicativa de Perón, quien la semana anterior no había renunciado a un cargo sino a tres. Poco dicho: no hubiera habido 17 de octubre si antes no hubiera habido renuncias.
Perón luego renunció a la presidencia tantas veces cuantas se vio en apuros. La anteúltima sucedió el 31 de agosto de 1955, poco después del bombardeo de Plaza de Mayo. ¿Renunció a la presidencia? Sí, por escrito, pero ante la CGT y el Partido Peronista, no ante el Congreso, contraseña para arrancar otro operativo clamor. Que como corresponde se hizo en Plaza de Mayo. Ahí fue cuando salió al balcón y le dijo a la multitud: “a la violencia le hemos de contestar con una violencia mayor; aquel que en cualquier lugar intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas o en contra de la ley o de la Constitución puede ser muerto por cualquier argentino”. A renglón seguido vino el cinco por uno. Eso sucedió el día que había “renunciado”.
La recurrencia al operativo clamor hizo que muchos pensaran que fue Perón el inventor del método, pero en realidad fue Rosas. Lo estrenó después de su primer gobierno, el del orden, cuando buscó la forma de hacerse imprescindible. Tras el asesinato de Facundo Quiroga sólo aceptó el gobierno provincial a cambio de que la Legislatura le otorgase la suma del poder público sin tener que rendir cuentas y por tiempo indeterminado.
Por supuesto que esto no tiene nada que ver con la renuncia de Macri a ser de nuevo candidato a presidente, pero sí con el arte de los líderes, que incluso cuando se corren están pensando en términos de poder.
Macri no renunció a ser presidente por segunda vez. Renunció a intentarlo en 2023. Y se posicionó en el lugar de gran elector, según se repite, aunque lo que más necesitará Juntos por el cambio no será un elector sino un armador. Un líder en las sombras que garantice la cohesión cuando pase la temporada de internas. Tarea que requiere antes que nada, valga la redundancia, liderazgo.
¿Podría más adelante intentar volver el “renunciante”? Sólo tres presidentes volvieron en forma mediata: Roca (12 años más tarde), Yrigoyen (6 años) y Perón (18 años). En Estados Unidos, donde también está permitida una sola reelección consecutiva pero rige un máximo de dos mandatos incluso si son diferidos, sólo uno de los once presidentes que perdieron la reelección consecutiva (acá sólo Macri la perdió, pero tampoco muchos terminaron un primer mandato) se presentó más tarde y ganó. Fue Grover Cleveland, a quien ahora pretendería emular Donald Trump.
A lo de Macri no sería apropiado decirle “renunciamiento histórico”, lo que no significa que carezca de importancia. Vaya si la tiene. Por lo pronto está ayudando a ordenar con premura la coalición opositora. Es probable que precipite decisiones en el embrollado oficialismo, cuyos problemas son bien distintos. En todos lados, eso es cierto, se habla hoy de renuncias a candidaturas, un tema mucho más presente que el de los programas del próximo gobierno.