¿De qué se ríe Lorenzino?
Desde la segunda mitad del siglo XX hasta ahora hemos tenido ministros de Economía de todo tipo. Pero fueron pocos los que resistieron la tentación de negar la realidad. Los ministros suelen acostumbrarse a pisar alfombras rojas y a veces se encierran en sus despachos a elaborar hipótesis que no condicen con las estadísticas reales o con el mundo tal como se ve.
Pero, que se sepa, nadie se ha reído y burlado de una variable económica significativa y de peso. Hernan Lorenzino, jefe del Palacio de Hacienda, lo hizo por televisión. "El dólar negro es una herramienta más para presionar para la devaluación -dijo-. Es un mercado ilegal que no tiene ninguna referencia clara de precio. Yo me río mucho cada vez que veo la cotización, y desafiaría a los periodistas que titulan con una cotización a que me digan como la consiguieron."
Reírse del blue supone cierto cinismo o una fatal incomprensión. Es burlarse de una patología seria en la economía argentina. Una enfermedad infecciosa y de dramáticas consecuencias, que reaparece en tiempos difíciles y anuncia otros peores. La risa de Lorenzino es producto de una falta de información grave sobre el comportamiento de los ciudadanos, que buscan protegerse de las habituales caídas del trencito de la montaña rusa. El dólar blue o negro o paralelo no emergió de la nada. Mostró su resto con el cepo cambiario, con la empecinada valorización del peso, según las autoridades monetarias, en una estructura productiva invadida por la inflación. Al cerrarse las compuertas del dólar "legal", la gente eligió el otro. Este cuadro se agrava con otro cepo, que es el giro de utilidades al exterior, y con el deterioro del tipo de cambio, que achica las exportaciones y golpea las economías regionales, todas en crisis.
Tras la salida del gabinete de Roberto Lavagna, el verdadero hacedor del crecimiento, en 2006, el kirchnerismo y ahora el cristinismo han tenido ministros de Economía opacados que prefirieron el perfil bajo. Todos dieron señales de subordinación al Poder Ejecutivo. Así, se volvieron menos creíbles y se subestimó su capacidad de inventiva y de resolución de los conflictos. Habría que proponer que el titular del Palacio de Hacienda sea un experto reconocido, que tenga iniciativa propia e independencia dentro de un esquema de trabajo que le fijen las máximas autoridades políticas.
Durante el gobierno militar de Juan Carlos Onganía, Adalberto Krieger Vasena actuó con mano de hierro y autoridad y emprendió una estrategia aperturista con la inversión extranjera, por sobre las propias intenciones de las Fuerzas Armadas. Tras el Cordobazo, que arrinconó a Krieger Vasena y a Onganía, hubo una pausa de tibieza desde el Palacio de Hacienda con Aldo Ferrer, en la brevísima gestión del general Roberto Levingston. Cuando Alejandro Agustín Lanusse se aferró al timón del reemplazo no tuvo necesidad de echar a Ferrer: convirtió el Ministerio de Economía en una Secretaría de Hacienda. Con el tercer peronismo volvió el anterior organigrama, pero comenzaron los períodos de los ciclos cortísimos de gestión. Salvo José Gelbard, los que le siguieron ocuparon pocos meses o días el sillón ministerial, sofocados por una crisis imparable. El radicalismo trajo a ministros de talento que debieron lidiar como guerreros contra las heredadas inflación y deuda externa.
Nadie pide un ministro "omnipotente" como Domingo Cavallo, pero sí una figura respetada y con criterio para hacer frente a las tormentas. ¿Es tan difícil encontrar profesionales que no se encierren en su propio engaño? Si el país lo consiguiera, al menos se podría hablar desde la realidad y no desde la fantasía.
© LA NACION