¿De qué hablamos cuando hablamos de pesificación?
El término dolarización se usa en forma indistinta para referirse a fenómenos que no lo son. La sustitución del peso por el dólar (la "dolarización") se puede dar en los tres usos tradicionales de la moneda: como unidad de cuenta (para denominar el precio de bienes, servicios y salarios), como medio de pago (para pagar bienes, servicios y salarios) y como reserva de valor (para denominar instrumentos de ahorro e inversión: depósitos y préstamos, bonos, propiedades).
Con la inevitable arbitrariedad de toda definición, llamemos dolarización de moneda al uso del dólar para las primeras dos funciones y dolarización de activos al uso del dólar para la tercera.
La dolarización –o sustitución¬– de moneda surge en un presente de alta inflación donde el uso del dólar limita el riesgo de fijar precios en pesos que la inflación desactualizará rápidamente (la dolarización de medios de pago surge en el caso extremo de una hiperinflación que licúa incluso el efectivo que los individuos guardan para gastos inmediatos).
La dolarización de activos, por su parte, es habitual en economías estables con un pasado de inflación y devaluación, pero suele reflejar la ausencia de activos en pesos que ofrezcan un rendimiento real atractivo.
La Argentina padeció en los 70 y 80 la dolarización de moneda: los planes de estabilización de precios (tablitas y bandas) intentaron explotar la indexación al dólar para anclar las expectativas de precios a devaluaciones anunciadas de antemano. La convertibilidad de 1991 fue la madre de las anclas cambiarias.
Sin embargo, la Argentina del 90 fue, por sobre todo, un caso de dolarización de activos que involucró, crucialmente, al sistema financiero. Esta dolarización financiera –promovida por un "uno a uno" que, por definición, negaba el riesgo cambiario– generó los descalces de moneda (obligaciones en dólares de deudores con ingresos en pesos) que se volvieron impagables tras la devaluación, precipitando el default, la pesificación compulsiva y el rescate bancario de 2002.
En cambio, la dolarización de moneda fue declinando hasta alcanzar niveles muy bajos al momento de la crisis. De ahí que el traslado a precios de la devaluación de 2002 haya sido tan limitado. De ahí también que la demanda de pesos para transacciones (circulante) creciera en los primeros meses de flotación cuando el tipo de cambio subía 300%. Fue precisamente esta demanda de pesos la que posibilitó la política monetaria que evitó la hiperinflación.
¿Qué he hecho yo para merecer esto?
El mito de que "los argentinos piensan en dólares" ha alimentado otro, tan insustancial como aquel: que la dolarización es un legado irreversible del "pecado original" del desmanejo monetario. En la práctica, sin embargo, la dolarización ha probado ser perfectamente remediable. No hizo falta absolución papal, sólo flotación cambiaria y estabilidad macrofinanciera y una estrategia deliberada de los gobiernos para desarrollar instrumentos en pesos, generalmente tras una mala experiencia con la dolarización (México tras la crisis de 1994, Brasil con el colapso del Real en 1999, Uruguay después del default de 2002, etc.).
Mal que les pese a los promotores de la excepcionalidad argentina, tampoco en este frente somos tan distintos. Entre 2003 y 2006, el país redujo su dolarización financiera, auxiliado por los límites a la dolarización de préstamos, las expectativas de apreciación real y el desarrollo de un mercado de instrumentos indexados al CER (IPC). Esto se reflejó en una creciente pesificación de los balances de los bancos y en una paulatina desdolarización de las carteras de ahorristas individuales e institucionales.
Así, a fines de 2006, a menos de un año de la salida del default, teníamos repatriación de capitales y el spread soberano de Brasil. Ni el elevado riesgo país ni la redolarización de los ahorros son herencia de la crisis.
La intervención del Indec fue el punto de inflexión de los flujos de capitales: fue vista por los inversores como un incumplimiento encubierto de las obligaciones soberanas y marcó el principio de la redolarización.
A su vez, la apreciación real del peso (la pérdida del "colchón cambiario") como resultado de una inflación en aumento, un dólar revalorizado afuera por la crisis global y abusado en casa por el Banco Central como ancla nominal de precios, acabaron con la expectativa de apreciación permanente.
Con un superávit comercial en baja, un Banco Central indiferente a la inflación, y sin el CER como unidad de indexación, es natural que a medida que se extinguieran las expectativas de apreciación, la estrategia del Banco Central de sostener tasas reales negativas para subsidiar el crédito al consumo abriera la puerta al rebalanceo de carteras hacia el dólar.
Finalmente, la aplicación de controles de cambios, al castigar a los ahorristas pesificados, convalidó los fantasmas de quienes atesoraron dólares, desandando los logros de la poscrisis y pergeñando un dólar informal o paralelo que, ante la falta de acceso legal y aun operando con escaso volumen, se fue volviendo referencia habitual del tipo de cambio libre.
¿De qué hablamos cuando hablamos de pesificación en la Argentina?
Argentina tuvo su experiencia con la pesificación forzada en 2002, generando un saldo de ahorros a la espera de su redolarización mediante el goteo de depósitos. De hecho, podría decirse que la pesificación de 2002, al potenciar la presión sobre el tipo de cambio e inflar las expectativas de depreciación, contribuyó a la dolarización de ahorros.
Después de eso, Argentina transitó el sendero pesificador, al igual que sus vecinos, de manera voluntaria. Pero se desvió a mitad de camino, al tiempo que lo hacía también de la estabilidad de precios y del acceso a la inversión externa.
Hoy que, tal vez involuntariamente, la retórica pesificadora está más cerca del 2002 que del 2006, el argentino vuelve a pensar en dólares.
"Esto es una batalla cultural, no vayan a creer que hay cuestiones económicas", dijo la presidenta Cristina Kirchner el pasado 6 de junio refiriéndose al tema cambiario en la Argentina. La dolarización sin duda tiene componentes culturales, pero su evolución reciente sugiere que se rige sobre todo por factores más pedestres: riesgo y retorno, rendimientos diferenciales y expectativas de inflación y tipo de cambio, que son el reflejo de decisiones políticas.
En todo caso si, como sucede hoy en el mundo, el dólar es el refugio de valor en economías de guerra, una batalla desdolarizadora podría resultar contraproducente.