De qué hablamos cuando hablamos de DNU
Quien haya leído el relato de Raymond Carver, “De qué hablamos cuando hablamos de amor”, recordará cómo los personajes discuten sobre el significado del amor, alejándose de las definiciones convencionales. Pues bien, una reflexión similar puede trasladarse al Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU), cuyo alcance varía según quién lo emplea y cómo lo hace. Siguiendo la perspectiva de Wittgenstein, según la cual el significado depende del uso, los DNUs, desde su incorporación a la Constitución en 1994, han sido aplicados de formas que se apartan considerablemente de su propósito original: atenuar el presidencialismo y fortalecer el rol del Congreso.
El DNU fue concebido como un mecanismo reservado para circunstancias excepcionales en las que el Congreso estuviera imposibilitado de sesionar. Sin embargo, con el tiempo, su aplicación ha evolucionado hacia un uso más amplio, influenciado principalmente por la visión ideológica del presidente de turno y por la falta de límites claros en la Constitución, junto con la laxitud de las previsiones reglamentarias del instituto.
Esta flexibilidad ha permitido que el DNU se transforme en una herramienta discrecional de administración, adaptándose al temperamento y al plan de gestión del presidente, en lugar de ser un instrumento estrictamente excepcional. Así, ha sido utilizado para sortear demoras legislativas, eludir consensos parlamentarios o acelerar la implementación de políticas, convirtiéndose incluso en una alternativa al trámite ordinario para la sanción de las leyes. El problema, entonces, no radica tanto en el diseño del instrumento, sino en la manera en que se utiliza.
David Foster Wallace, en La escoba del sistema, plantea una pregunta que ilustra esta situación: ¿qué parte de la escoba es más importante, el cepillo o el mango? La respuesta depende del uso que se le quiera dar. Si el objetivo es barrer, el cepillo es esencial; si se busca romper una ventana, lo importante es el mango. Algo parecido ocurre con el DNU: su legitimidad y validez están determinadas por el contexto en el que se aplica y por la finalidad que guía su uso.
En ese sentido, el debate en el Congreso para modificar la ley reglamentaria de los DNUs, aunque postergado, es un paso alentador. Si se establecen criterios claros para su revisión y eventual ratificación, se podrá limitar la distorsionada aplicación del DNU y devolverle su carácter excepcional. Para que el DNU sea coherente con su propósito original, es necesario reforzar el papel del Congreso y garantizar un proceso claro para su validación. Solo así se podrá equilibrar la excepcionalidad de la medida con un sistema republicano de gobierno.
Este diálogo es crucial para el fortalecimiento de las instituciones y la calidad de nuestra democracia. Las reglas deben ser claras y previsibles, y su diseño debe estar basado en acuerdos políticos que trasciendan los límites temporales de los gobiernos. Readecuar esas reglas permitiría alinear el uso del DNU con los objetivos para los cuales fue pensado, garantizando que su aplicación se mantenga excepcional y conforme a las expectativas de la Constitución Nacional.